HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presenta
LOS MISTERIOS DEL SEÑOR BURDICK
De Chris Van Allsburg
LA CASA DE LA CALLE MAPLE
Fue un despegue perfecto
Escrito por Ana Gambutti
El abuelo Máximo se murió de risa. Es que el pobre, había perdido la costumbre —decía la abuela—. Desde el accidente con el submarino se había puesto serio, serio. Sólo sonreía a veces cuando yo bajaba al sótano para acompañarlo mientras él inventaba. No entendía del todo lo que me explicaba, pero estoy segura de que era un buen inventor porque por ejemplo, el asunto de la calefacción humana, funcionó. Por lo menos, según dicen, mientras mi papá y mis tíos vivían ahí. Parece que cuando se empezaron a ir, la abuela se cagaba de frío, con perdón de la palabra. Pero era mi papá el que le decía eso al abuelo y lo retaba. Le decía que no fuera cabeza dura, que pusiera lo del gas. O un aire frío-calor. Pero, no. No hacía caso.
Había otra manera para hacer funcionar la calefacción, pero no convenía mucho usarla porque aparte de encenderse el reactor, también se encendía la cara del abuelo y se iba a encerrar abajo. Furioso, me parecía a mí. Pero la abu decía que lo que estaba, era “abochornado”. Eso significa que tenía vergüenza, como me pasa a mí cuando tengo que saludar a alguien que no conozco. Y por otras cosas, también. Se ponía así cuando alguien hablaba de lo del accidente en su presencia. Yo sabía, porque había escuchado hablar a los grandes en mi casa y en las de mis tíos. También una vez en lo de Amandita Solesmestre —mi amiga del cole— la mamá me preguntó si mi abuelo era el Máximo Arandiburu que había hundido el submarino. Como me dio rabia, no le contesté, como cuando mamá dice que me hago la sorda. Pero además, cuando aprendí a leer, un día busqué mi nombre completo en Internet y apareció: “Noticias Insólitas. Blooper en la Armada. Submarino hundido por error humano”. Y ahí estaba, el nombre de mi abuelo. Cuando fui un poco más grande y le enseñé a la abuela a usar la compu, le avisé que nunca, nunca, fuera a leer esa noticia. Al abuelo no hacía falta decirle porque odiaba la informática.
La nota ésa me la guardé en “Favoritos” porque cuando sea grande voy a ser periodista, o detective, o presidenta, todavía no estoy segura. Pero lo que sí, voy a sacarle “el bochorno” a mi abuelo. Y a mí misma, porque aunque me sale bastante bien, cuesta mucho hacerse la sorda cuando mis compañeros me molestan. Cada vez que la leo, estoy más segura, segurísima, de que la culpa la tuvo el avizor. No, el de la Vela Blanca, sino el del submarino. Que es como un vigía —que es el que espía el mar por si vienen piratas o un Tsunami—, pero que en lugar de subirse a la casita de arriba del palo, se queda adentro y espía por un tubito. A ver si no tengo razón. La cosa fue así: tenían que entrar a la Base Naval de Mar del Plata para “amarrar” el barco, o sea, estacionarlo. Pero la rada —otra palabra que me gusta— era muy angosta, había mucha corriente, y aunque era de mañana, había una “densa” niebla, o sea que había mucha. En la zona ya habían ocurrido varios accidentes, así que mi abuelo estaba preocupado por apuntarle bien a la entrada. El marinero que estaba mirando por el “periscopio” —que vendría ser el tubito—, de pronto gritó:
— ¡Humo por estribor!
Estribor, quiere decir a la derecha, eso lo sé porque a veces salimos a navegar con mi papá y mi mamá, pero en un barco que anda siempre por arriba del agua, y mucho, pero mucho más chico que el de mi abuelo. Y “Humo” quiere decir “humo”, para todo el mundo. Pero para mi abuelo, que era un navegante más viejo, “Humo por estribor” significaba “Vapor a la derecha”. Así que ordenó seguir el rumbo del humo pensando que el barco de adelante había encontrado el camino correcto. Pero fueron a parar sobre la arena de Playa Grande en la que había ochenta asadores que estaban tratando de ganar el premio del asado más grande del mundo para el libro Guinness de los Records, que es uno que todos los años reparte premios para cualquier cosa que sea más o mejor que las otras parecidas. Aunque no sirvan para nada.
Los asadores se habían juntado ahí para festejar la inauguración de la “Obra Pro Caddies” y juntar fondos para la escuelita que se iba a ocupar de enseñarles educación, catecismo y como estar más sanos a esos chicos que son los que cargan con las bolsas de golf de los señores que no tienen un carrito como el de mi papá. Parece que el único que se “abochornó” fue mi abuelo, porque la gente se puso loca de contenta creyendo que la aparición del submarino era una sorpresa inventada por los organizadores de la fiesta que trabajaban para el Intendente, que es el que manda más en una ciudad. Hasta se querían subir para salir a dar una vuelta y poder ver de una vez por todas, el fondo del mar. Pero por más que todos los ayudantes de los asadores y el público en general ayudaron a empujar, no hubo manera de devolver el Arautilius al mar —Arautilius era el nombre del submarino, por si no lo dije antes—. Trajeron dos tractores, caballos, bueyes, pero nada. La Prefectura —que es la policía del mar— vino con unos remolcadores, pero dijeron que era muy peligroso tratar de tirar hacia la rompiente, así que dejaron el trabajo para alguien más y bajaron a la playa a comer choripán, tira, morcilla y todo lo demás.
Después de eso, a mi abuelo lo echaron del trabajo. Y sin pagarle nada. Así que aparte de la vergüenza, tenía que ponerse a hacer otra cosa porque en esa época las mujeres se quedaban en casa y la abuela no trabajaba más que limpiando la casa —tanto, que brillaba por todos lados—. Y cuidando a los nietos, que somos mis primos y yo. Y aunque Lili había sido profesora de natación, de remo y de cocina en el Club Náutico Fraülein Guazú, cuando se casaron, el abuelo Máximo le prohibió seguir trabajando. Así que, el único que traía plata era él y aunque ella se ofreció a buscar trabajo, el abuelo se negó. Tampoco le quiso pedir ayuda a los hijos, aunque mi papá y los hermanos no le hacían caso y siempre le estaban llenando la heladera a la abuela. Pero mi abuelo sabía muchas cosas y enseguida hizo un poco de orden en el sótano y armó un taller de reparaciones para la gente del barrio y también, la fábrica de invenciones. Al sótano se entraba por una puerta de madera que estaba como oculta en el piso del comedor. A mí me encantaba tirar de la argollita para levantarla y descubrir la escalera de madera que bajaba al laboratorio de mi abuelo.
— ¡¿Qué laboratorio?! —Decía papá—. Eso no es más que un depósito de chatarra. El viejo, desde que se retiró, se convirtió en cartonero.
Pero el abuelo no juntaba cartón. Salía a la calle con una vara larga —que vendría a ser un palo— que en la punta tenía un imán “muy poderoso”, decía él y cuando volvía a la casa, la vara se había convertido en una rama con una flor preciosa formada por tornillos, tuercas, bulones, monedas, chapitas, medallas, resortes, botones, hebillas, llaves, horquillas, de todo. A veces me llevaba con él y yo me pegaba cada susto cuando de golpe el imán atraía algo grande que venía volando y se pegaba a las otras cosas con un “clang”. Yo entendía lo que pasaba porque el abuelo me había contado lo que hacía el imán. Me habló de los polos magnéticos y me había enseñado a hacer unos dibujos —que me sorprendían por lo lindos que me salían— poniendo sobre un papel un poco de “limadura de hierro” —que es un polvito negro que queda después de limar hierro, que es un metal— y pasándole de cerca un imán de acá para allá.
Una cosa que hacía el abuelo Máximo cuando andaba con el submarino por todo el mundo, y que yo no estoy muy segura de si estaba bien o no —me parece que no—, era llevarse sin permiso —que quiere decir como robar, por eso— piedras, cacerolitas, huesitos de momias —que son gente muerta y re seca—. polvitos y otras cosas de cada ciudad de esas tan antiguas que ya no vive nadie y que a veces aparecen de sorpresa si a alguien se le ocurre hacer un pozo o plantar algo. De cada lugar al que llegaba, si podía esconderlo, traía algo. Una de esas cosas, un polvito amarillo que se llama óxido de uranio, usó también para lo de la calefacción en el Reactor de Fisión Nuclear, que no es lo mismo que Reactor de “Fusión” Nuclear —me explicó él— pero la verdad, no me acuerdo bien por qué.
Eso del accidente con el submarino pasó antes de que yo naciera, pero al abuelo Máximo le duraba la cara seria. “Cara de culo” —decía mamá—. Por eso, a la gente le daba un poco de miedo, mi abuelo. Pero a mí, no. Me daba lástima que estuviera triste. Así que, una vez que fui a jugar a la casa de Xiomara Pérez Harris, y vi que su abuelo ̶ ¡que vive con ellos! ̶ se reía como loco mirando la televisión, pensé qué bueno que mi abuelo Máximo se riera así. Y le pregunté qué miraba porque yo no conocía ese programa y encima, no tenía colores. Todo en gris. Me dijo que eran “Los tres chiflados” mientras se agarraba la panzota y se despatarraba a las carcajadas en el sillón porque un viejo le pegaba en la cara a otro con una torta de crema. A mí me pareció un poco tonto, pero si lo divertía tanto a ese abuelo, a lo mejor al mío también. Así que, tuve una idea fantástica: le pregunté al abuelo de Xiomara Pérez Harris en qué canal y a qué hora estaba ese programa y al día siguiente… ¡Chachá, cha cháaan! Le dije al abuelo Máximo que tenía una sorpresa, lo llevé de la mano y lo senté frente al televisor. Nunca me imaginé lo que iba a pasar, pero la abuela Lili, papá, mamá, y mi otra abuela, Renata, me aseguraron que había hecho muy bien porque en algún momento el abuelo se iba a morir, como se muere todo el mundo —por suerte, yo, todavía no, falta muchísimo— y qué mejor que morirse de la risa.
La abuela Lili no lloró mucho, pero yo creo que eso era cuando yo estaba con ella. Seguro que cuando se quedaba sola no podía parar. Yo le miraba los ojos para ver si se le ponían rojos, como a mí. Pero no. Será porque yo lloraba a cada rato. Cuando era más chica, claro. Pero Lili los tenía preciosos, como siempre, como un cielo de día pero lleno de estrellas. Como los de mi papá, pero más lindos, todavía. La verdad es que la extraño mucho y a veces pienso si me hubiera gustado irme con ella. Tan feliz, se iba. “Al fin partimos”, gritaba asomada a la ventana del living. Fue un despegue perfecto, lo pude ver porque cuando el temblor se hizo muy fuerte me solté de su mano y salí corriendo para la calle, igual que habían hecho todos los demás. Y las vi subir. Me quedé llorando parada en la vereda de enfrente porque me hubiera gustado acompañarla. Pero no, si no iban también mi mamá y mi papá. Y menos mal, porque a la abuela Lili no la vimos más.
Le insistí tanto a mi papá para que me llevara al Tigre, a la calle Maple, porque estaba segura, segurisisisíma de que la casa y Lili estaban allá. Pero, no. Tal vez se perdió, porque mi abuela Lili es un poco despistada —como dice siempre mi papá—. Y la casa no tiene GPS, aunque su auto sí, pero ése no se lo llevó.
La policía dijo que todavía no habían podido identificar la causa de la explosión, y menos porque no quedó nada de nada. Pero yo vi la nube amarilla de la “propulsión” debajo de la casa —que quiere decir que la empujaba para arriba—. La misma que se hacía en chiquito en el reactor del abuelo. Ése que había fabricado con todo el metal que juntaba y que usaba para lo de la calefacción junto al polvito amarillo que había traído —sin permiso— Oklo, un lugar en el África. África es un continente que está enfrente del nuestro y donde viven los leones, los pigmeos y las jirafas. Oklo —lo busqué en Wikipedia y en Google Earth— es un lugar donde hace muchísimos años, tenían calefacción sin necesidad de estufas ni nada.
Los de la banda, que habían salido corriendo antes que yo, y los vecinos, que habían salido a espiar, afirmaban que se las chupó un OVNI. Así que ahora todas las noches anda gente ida y vuelta por la cuadra con largavistas, cámaras, máquinas que hacen sonidos, velas, linternas, fotos, panchos, facturas, helados… Uno tiene una App en el celu que repite todo el tiempo “itigoujoum, itigoujoum”.
Al principio yo le quise explicar a mi papá que la culpa la tuvo el abuelo Máximo, aunque fuera sin querer. Pero papi me miraba con lástima —y los ojos bastante rojos—, me acariciaba la cabeza y me decía:
— Pero, no, Clarita, seguro que la abuela se olvidó de apagar la hornalla. O algo así. Mi mamá fue siempre bastante despistada.
Y dale con eso. Así que no insistí más. Lo que pasa es que cuando el abuelo se ponía a contar sobre sus viajes o a explicar sus inventos y teorías, mi papá y mi mamá ponían los ojos en blanco y no escuchaban nada. Pero yo, sí. Y Lili, también. Creo. Por lo menos, me sentaba a upa y las dos le prestábamos atención. Lili, con una sonrisa. Y yo, con la boca abierta. Una vez papá me dijo:
—Clari, no creas todo lo que cuenta el abuelo. Siempre inventó cosas, y ahora que está viejo, peor.
Pero él, qué sabe. No escuchaba. Además, Lili me dijo que cuando sus hijos eran chicos, el papá, mi abuelo, estaba siempre ocupado. O no estaba. Porque como ya lo dije, mi abuelo era marino, ¡submarinista! y se iba de viaje por muchos meses. Por trabajo, claro.
Lili decía que lo extrañaba un montón. A mí me parece que se amaban en serio. Con amor, amor. A él, cuando la miraba, le cambiaba la cara de malo por una un poco boba. Aunque yo los escuché a papá y a mamá decir que Lili le seguía teniendo un rencor —lo que significa que algo de rabia, tenía—. Y eso era porque después del accidente el abuelo no podía ver ni oler el mar ni de lejos. Y tampoco los ríos. Menos que menos, los del Tigre, donde hay tanta agua. Pero Lili, había vivido en el agua. Aparte de las clases, competía en natación y en remo, salía a correr por el Paseo Victorica, hacía Yoga y Tai Chi Chuan en la punta del muelle del Puerto de Frutos, meditaba en la placita frente al Museo Naval —ahí fue donde se conocieron— . Él era re lindo, aunque el pelo aplastado y el bigotito de las fotos, se ven un poco raros. Y ella, preciosa. Cada vez que miro sus fotos me la imagino vestida de Cenicienta, con el traje de fiesta. La cara, igualita. Bueno, sigo. Cuando se casaron, compraron la casa de la calle Maple —que quiere decir “Arce”, que es un árbol muy lindo que en otoño se pone rojo, rojo—. La calle era cortita, y cortada, y estaba en medio de lo que Lili llamaba “La Isla”, porque estaba rodeada por tres ríos, el Tigre, el Luján y el Reconquista. La casa estaba al fondo de la cortada. En el frente tenía un pico, como un triángulo, con la ventana del altillo arriba de todo, y que fue lo que hizo que algunos que no creían en los OVNIS pensaran que despegaba un cohete, el día que se fueron.
Cuando el abuelo volvió de Mar del Plata, aquél día que terminó en el asado de Playa Grande, no quería ni entrar a la casa. Se ponía a temblar si pensaba que podía venir la Sudestada. Así que se quedó en un hotel en pleno Centro de Buenos Aires y le dijo a Lili que se tenían que mudar. Sí, o sí. Lili, lloraba y lloraba. Finalmente, el abuelo la convenció prometiéndole que iba a comprar un terreno e iba a llevar la casa completa, parte por parte, pieza por pieza. Eso hizo, y se mudaron a Villa Ballester, donde había muchos alemanes, como ella. En realidad, Lili no se llamaba Lili, sino Elizabeth. Y no era alemana, sino rumana, pero como a mi bisabuela —que vendría a ser la mamá de mi abuelo Máximo— le costaba pronunciarlo, mi abuelo le cambió el nombre por Lili y así le quedó. Y como la mayoría de la gente no sabía qué era Rumania ni dónde quedaba, ella les dejó creer que era alemana. Y, chau. Villa Ballester tenía muchos jardines, y una linda plaza. Pero nada de agua. En realidad, agua sí. Había unas piletas de natación enormes, pero el abuelo no quería que se mostrara en malla ahí. Así que Lili se quedaba en la casa. Cuando murió el abuelo, ella quiso vender y volverse al río. Pero mi papá, mi mamá, los tíos y las tías, le dijeron que no le convenía, que iba a estar muy lejos de todos nosotros. Y entre ellos, les escuché decir que estaba chiflada. Así que se quedó. Y yo sé que se aburría muchísimo. Cocinaba. Fue a tomar un curso de Macramé, hizo Spinning, Zumba, Tango, Danza Española. Pero no había caso. Extrañaba.
Limpiaba sobre lo limpio. Barría la vereda, pasaba el trapo. Hasta que un día, empeñada en hacer brillar su casa, con el tacho de basura, la escoba, el escobillón, el cesto de la ropa, se puso a jugar. Sin querer, hizo no sé qué movimiento y le pareció que el sonido era divertido. Así que como estaba sola se puso a bailar y golpear con todas esas cosas y como le divirtió un montón, lo siguió haciendo todos los días. Cuando yo iba a bañarme, a cenar y a dormir a su casa, a la mañana siguiente las dos bailábamos por todos los cuartos haciendo sonar y repiquetear todo lo que encontrábamos. Lili, hasta se acordaba de lo que habíamos hecho el día anterior, así que inventó una manera de anotarlo, porque música, no sabía. Yo no les conté nada a mis papás, porque seguro que iban a pensar que estaba más loca, todavía, y capaz que no me iban a dejar ir más.
Un día, estábamos en ésa, bailando y haciendo sonar muebles, escobas y cubiertos, cuando sonó el timbre. Era un hombre vestido de rojo que preguntó quién estaba haciendo percusión.
—Nadie —dijo mi abuela con cara de nada.
Yo traté de imitársela, pero parece que no me salió porque el hombre me miró a mí y me dijo:
—Linda, ¿quién estaba haciendo percusión?
Como el de rojo era muy lindo, y parecía muy simpático, le contesté la verdad:
—Nosotras.
Se nos quedó mirando con la boca abierta, hasta que se dio vuelta y gritó:
—Muchachos, ¡increíble! ¡Vengan a escuchar esto!
Y de un camión rojo que estaba estacionado enfrente de la casa y que tenía pintadas unas palabras en amarillo que decían “Rataplunes de Fuego”, empezaron a bajar otros vestidos también con esos enteritos rojos y se metieron en la casa.
Lili parecía preocupada. Y yo estaba muerta del susto. Nos pidieron que hiciéramos lo del baile y las escobas, pero nos daba vergüenza. Además, yo estaba segura de que nos iban a asaltar, aunque capucha, no tenían. Después Lili me confesó que en un momento sospechó que los había mandado alguna de sus nueras para tener pruebas de que había que meterla en un loquero. Pero no, eran músicos de verdad. Cuando al final la convencieron a Lili y les mostramos cómo jugábamos, los hombres ésos se quedaron anonadados —que quiere decir agradablemente sorprendidos—. Le preguntaron cómo hacía para lograr esa energía y la abu les contó que antes de empezar a bailar y repiquetear, pensaba muy fuerte en un deseo, en algo que le gustara mucho. Y ya estaba. Le salía solo. —A mí ya me lo había enseñado y yo casi siempre elegía lo de desabochornar al abuelo —.
Cuando escuchó eso, el director —que vendría a ser el jefe de la banda— les dijo a los otros músicos:
—Muchachos, ¡ése es el secreto! ¡Tanto que lo buscamos!: Hay que tener una intención, ¡un fuerte deseo que cree energía!
Después, cuando vieron las anotaciones de Lili, le dijeron directamente que era una genia. Que entre eso, y el sistema de señas para dirigir la banda que habían inventado ellos, íbamos a tener tanto éxito que los sponsors se iban a pelear por tenernos. Le pidieron que se uniera a ellos. Y a mí, también, porque iba a ser su mascota —y además, porque bailo y canto muy bien—. A Lili le parecía loquísimo, pero al final, la convencieron. ¡Y ahí empezó la etapa más divertida DE MI VIDA! Dos o tres veces por semana, yo me iba a bañar, a cenar y a dormir con Lili, pero en realidad, ensayábamos con la banda de percusionistas en el living enorme de la abuela.
En eso estábamos una noche cuando la casa empezó a moverse un poquito. Al principio, no me di cuenta de lo que era, pero cuando empezó a hacer demasiado calor, le dije a Lili:
—Abu, la calefacción.
—Qué, mi vida— me dijo mientras le daba al tacho de basura con todas sus ganas.
—Que la calefacción, parece que se encendió.
—Oh, no importa… después lo arreglamos.
Pero no nos dio el tiempo. El abuelo Máximo se habría sentido re orgulloso por su reactor. Respondió al calor humano maravillosamente. Pero se le fue un poco la mano. Así que no sé por qué, quizá por tanta transpiración, pero se encendió también la propulsión y ahí fue cuando la banda entera se escapó dejando en la casa todos los instrumentos. Como Lili seguía tan contenta y fue a asomarse a la ventana, yo primero me agarré fuerte de su mano y con la otra saludé también. Creía que ni por un invento de mi abuelo ni en la compañía de mi abuela, me podía pasar nada malo. Pero después pensé en mi papá y en mi mamá, y me puse a extrañarlos tan fuerte que la solté a Lili y salí corriendo.
Estuve pensando que quizá, cuando sea grande, voy a ser percusionista. O si no, investigadora y científica. Investigadora, para encontrar a ese tonto del vigía y que confiese que la culpa del accidente la tuvo él. Y científica, para seguir con los inventos del abuelo porque estoy segura de que Lili está en alguna parte. El otro día, fue Nochebuena, y lo prometo — porque no se debe jurar— que las vi pasar. Se lo dije a mi primo Juan Pedro y me contestó:
—Boluda, son globos de papel ¿no ves?
Estúpido. ¡Qué me importa! Yo sé que si estudio mucho, la voy a encontrar..