martes, 21 de febrero de 2012

LA CASA DE LA CALLE MAPLE

HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presenta
LOS MISTERIOS DEL SEÑOR BURDICK
De Chris Van Allsburg

LA CASA DE LA CALLE MAPLE

Fue un despegue perfecto

Escrito por Ana Gambutti
El abuelo Máximo se murió de risa. Es que el pobre, había perdido la costumbre —decía la abuela—. Desde el accidente con el submarino se había puesto serio, serio. Sólo sonreía a veces cuando yo bajaba al sótano para acompañarlo mientras él inventaba. No entendía del todo lo que me explicaba, pero estoy segura de que era un buen inventor porque por ejemplo, el asunto de la calefacción humana, funcionó. Por lo menos, según dicen, mientras mi papá y mis tíos vivían ahí. Parece que cuando se empezaron a ir, la abuela  se cagaba de frío, con perdón de la palabra. Pero era mi papá el que le decía eso al abuelo y lo retaba. Le decía que no fuera cabeza dura, que pusiera lo del gas. O un aire frío-calor. Pero, no. No hacía caso.
Había otra manera para hacer funcionar la calefacción, pero no convenía mucho usarla porque aparte de encenderse el reactor, también se encendía la cara del abuelo y se iba a encerrar abajo. Furioso, me parecía a mí. Pero la abu decía que lo que estaba, era “abochornado”. Eso significa que tenía vergüenza, como me pasa a mí cuando tengo que saludar a alguien que no conozco. Y por otras cosas, también. Se ponía así cuando alguien hablaba de lo del accidente en su presencia. Yo sabía, porque había escuchado hablar a los grandes en mi casa y en las de mis tíos. También una vez en lo de Amandita Solesmestre —mi amiga del cole— la mamá me preguntó si mi abuelo era el Máximo Arandiburu que había hundido el submarino. Como me dio rabia, no le contesté, como cuando mamá dice que me hago la sorda. Pero además, cuando aprendí a leer, un día busqué mi nombre completo en Internet y apareció: “Noticias Insólitas. Blooper en la Armada. Submarino hundido por error humano”.  Y ahí estaba, el nombre de mi abuelo. Cuando fui un poco más grande y le enseñé a la abuela a usar la compu, le avisé que nunca, nunca, fuera a leer esa noticia. Al abuelo no hacía falta decirle porque odiaba la informática.
La nota ésa me la guardé en “Favoritos” porque cuando sea grande voy a ser periodista, o detective, o presidenta, todavía no estoy segura. Pero lo que sí, voy a sacarle “el bochorno” a mi abuelo. Y a mí misma, porque aunque me sale bastante bien, cuesta mucho hacerse la sorda cuando mis compañeros me molestan. Cada vez que la leo, estoy más segura, segurísima, de que la culpa la tuvo el avizor. No, el de la Vela Blanca, sino el del submarino. Que es como un vigía  —que es el que espía el mar por si vienen piratas o un Tsunami—, pero que en lugar de subirse a la casita de arriba del palo, se queda adentro y espía por un tubito. A ver si no tengo razón. La cosa fue así: tenían que entrar a la Base Naval de Mar del Plata para “amarrar” el barco, o sea, estacionarlo. Pero la rada  —otra palabra que me gusta— era muy angosta, había mucha corriente,  y aunque era de mañana, había una “densa” niebla, o sea que había mucha. En la zona ya habían ocurrido varios accidentes, así que mi abuelo estaba preocupado por apuntarle bien a la entrada. El marinero que estaba mirando por el “periscopio” —que vendría ser el tubito—, de pronto gritó:
—      ¡Humo por estribor!
Estribor, quiere decir a la derecha, eso lo sé porque a veces salimos a navegar con mi papá y mi mamá, pero en un barco que anda siempre por arriba del agua, y mucho, pero mucho más chico que el de mi abuelo. Y “Humo” quiere decir “humo”, para todo el mundo. Pero para mi abuelo, que era un navegante más viejo, “Humo por estribor” significaba “Vapor a la derecha”. Así que ordenó seguir el rumbo del humo pensando que el barco de adelante había encontrado el camino correcto. Pero fueron a parar sobre la arena de Playa Grande en la que había ochenta asadores que estaban tratando de ganar el premio del asado más grande del mundo para el libro Guinness de los Records, que es uno que todos los años reparte premios para cualquier cosa que sea más o mejor que las otras parecidas. Aunque no sirvan para nada.
 Los asadores se habían juntado ahí para festejar la inauguración de la “Obra Pro Caddies” y juntar fondos para la escuelita que se iba a ocupar de enseñarles educación, catecismo y como estar más sanos a esos chicos que son los que cargan con las bolsas de golf de los señores que no tienen un carrito como el de mi papá. Parece que el único que se “abochornó” fue mi abuelo, porque la gente se puso loca de contenta creyendo que la aparición del submarino era una sorpresa inventada por los organizadores de la fiesta que trabajaban para el Intendente, que es el que manda más en una ciudad. Hasta se querían subir para salir a dar una vuelta y poder ver de una vez por todas, el fondo del mar. Pero por más que todos los ayudantes de los asadores y el público en general ayudaron a empujar, no hubo manera de devolver el Arautilius al mar —Arautilius era el nombre del submarino, por si no lo dije antes—. Trajeron dos tractores, caballos, bueyes, pero nada. La Prefectura  —que es la policía del mar— vino con unos remolcadores, pero dijeron que era muy peligroso tratar de tirar hacia la rompiente, así que dejaron el trabajo para alguien más y bajaron a la playa a comer choripán, tira, morcilla y todo lo demás. 
Después de eso, a mi abuelo lo echaron del trabajo. Y sin pagarle nada. Así que aparte de la vergüenza, tenía que ponerse a hacer otra cosa porque en esa época las mujeres se quedaban en casa y la abuela no trabajaba más que limpiando la casa —tanto, que brillaba por todos lados—.  Y cuidando a los nietos, que somos mis primos y yo. Y aunque Lili había sido profesora de natación, de remo y de cocina en el Club Náutico Fraülein Guazú, cuando se casaron, el abuelo Máximo le prohibió seguir trabajando. Así que, el único que traía plata era él y aunque ella se ofreció a buscar trabajo, el abuelo se negó. Tampoco le quiso pedir ayuda a los hijos, aunque mi papá y los hermanos no le hacían caso y siempre le estaban llenando la heladera a la abuela. Pero mi abuelo sabía muchas cosas y enseguida hizo un poco de orden en el sótano y armó un taller de reparaciones para la gente del barrio y también, la fábrica de invenciones. Al sótano se entraba por una puerta de madera que estaba como oculta en el piso del comedor. A mí me encantaba tirar de la argollita para levantarla y descubrir la escalera de madera que bajaba al laboratorio de mi abuelo.
— ¡¿Qué laboratorio?!  —Decía papá—. Eso no es más que un depósito de chatarra. El viejo, desde que se retiró, se convirtió en cartonero.
Pero el abuelo no juntaba cartón. Salía a la calle con una vara larga —que vendría a ser un palo— que en la punta tenía un imán “muy poderoso”, decía él y cuando volvía a la casa, la vara se había convertido en una rama con una flor preciosa formada por tornillos, tuercas, bulones, monedas, chapitas, medallas, resortes, botones, hebillas, llaves, horquillas, de todo. A veces me llevaba con él y yo me pegaba cada susto cuando de golpe el imán atraía algo grande que venía volando y se pegaba a las otras cosas con un “clang”. Yo entendía lo que pasaba porque el abuelo me había contado lo que hacía el imán. Me habló de los polos magnéticos y me había enseñado a hacer unos dibujos —que me sorprendían por lo lindos que me salían— poniendo sobre un papel un poco de “limadura de hierro” —que es un polvito negro que queda después de limar hierro, que es un metal— y pasándole de cerca un imán de acá para allá.
Una cosa que hacía el abuelo Máximo cuando andaba con el submarino por todo el mundo, y que yo no estoy muy segura de si estaba bien o no —me parece que no—, era llevarse sin permiso  —que quiere decir como robar, por eso—  piedras, cacerolitas, huesitos de momias —que son gente muerta y re seca—. polvitos y otras cosas de cada ciudad de esas tan antiguas que ya no vive nadie y que a veces aparecen de sorpresa si a alguien se le ocurre hacer un pozo o plantar algo. De cada lugar al que llegaba, si podía esconderlo, traía algo. Una de esas cosas, un polvito amarillo que se llama óxido de uranio, usó también para lo de la calefacción en el Reactor de Fisión Nuclear, que no es lo mismo que Reactor de “Fusión” Nuclear —me explicó él— pero la verdad, no me acuerdo bien por qué.
Eso del accidente con el submarino pasó antes de que yo naciera, pero al abuelo Máximo le duraba la cara seria. “Cara de culo” —decía mamá—. Por eso, a la gente le daba un poco de miedo, mi abuelo. Pero a mí, no. Me daba lástima que estuviera triste. Así que, una vez que fui a jugar a la casa de Xiomara Pérez Harris, y vi que su abuelo ̶  ¡que vive con ellos!  ̶  se reía como loco mirando la televisión, pensé qué bueno que mi abuelo Máximo se riera así. Y le pregunté qué miraba porque yo no conocía ese programa y encima, no tenía colores. Todo en gris. Me dijo que eran “Los tres chiflados” mientras se agarraba la panzota y se despatarraba a las carcajadas en el sillón porque un viejo le pegaba en la cara a otro con una torta de crema.  A mí me pareció un poco tonto, pero si lo divertía tanto a ese abuelo, a lo mejor al mío también. Así que, tuve una idea fantástica: le pregunté al abuelo de Xiomara Pérez Harris en qué canal y a qué hora estaba ese programa y al día siguiente… ¡Chachá, cha cháaan! Le dije al abuelo Máximo que tenía una sorpresa, lo llevé de la mano y lo senté frente al televisor. Nunca me imaginé lo que iba a pasar, pero la abuela Lili, papá, mamá, y mi otra abuela, Renata, me aseguraron que había hecho muy bien porque en algún momento el abuelo se iba a morir, como se muere todo el mundo  —por suerte, yo, todavía no, falta muchísimo— y qué mejor que morirse de la risa.
La abuela Lili no lloró mucho, pero yo creo que eso era cuando yo estaba con ella. Seguro que cuando se quedaba sola no podía parar. Yo le miraba los ojos para ver si se le ponían rojos, como a mí. Pero no. Será porque yo lloraba a cada rato. Cuando era más chica, claro. Pero Lili los tenía preciosos, como siempre, como un cielo de día pero lleno de estrellas. Como los de mi papá, pero más lindos, todavía. La verdad es que la extraño mucho y a veces pienso si me hubiera gustado irme con ella. Tan feliz, se iba. “Al fin partimos”, gritaba asomada a la ventana del living. Fue un despegue perfecto, lo pude ver porque cuando el temblor se hizo muy fuerte me solté de su mano y salí corriendo para la calle, igual que habían hecho todos los demás. Y las vi subir. Me quedé llorando parada en la vereda de enfrente porque me hubiera gustado acompañarla. Pero no, si no iban también mi mamá y mi papá. Y menos mal, porque a la abuela Lili no la vimos más.
Le insistí tanto a mi papá para que me llevara al Tigre, a la calle Maple, porque estaba segura, segurisisisíma de que la casa y Lili estaban allá. Pero, no. Tal vez se perdió, porque mi abuela Lili es un poco despistada —como dice siempre mi papá—. Y la casa no tiene GPS, aunque su auto sí, pero ése no se lo llevó.
La policía dijo que todavía no habían podido identificar la causa de la explosión, y menos porque no quedó nada de nada. Pero yo vi la nube amarilla de la “propulsión” debajo de la casa  —que quiere decir que la empujaba para arriba—.  La misma que se hacía en chiquito en el reactor del abuelo. Ése que había fabricado con todo el metal que juntaba y que usaba para lo de la calefacción junto al polvito amarillo que había traído —sin permiso—   Oklo, un lugar en el África.  África es un continente que está enfrente del nuestro y donde viven los leones, los pigmeos y las jirafas. Oklo —lo busqué en Wikipedia y en Google Earth—  es un lugar donde hace muchísimos años, tenían calefacción sin necesidad de estufas ni nada.
Los de la banda, que habían salido corriendo antes que yo, y los vecinos, que habían salido a espiar, afirmaban que se las chupó un OVNI. Así que ahora todas las noches anda gente ida y vuelta por la cuadra con largavistas, cámaras, máquinas que hacen sonidos, velas, linternas, fotos, panchos, facturas, helados… Uno tiene una App en el celu que repite todo el tiempo “itigoujoum, itigoujoum”.
Al principio yo le quise explicar a mi papá que la culpa la tuvo el abuelo Máximo,  aunque fuera sin querer. Pero papi me miraba con lástima —y los ojos bastante rojos—, me acariciaba la cabeza y me decía:
— Pero, no, Clarita, seguro que la abuela se olvidó de apagar la hornalla. O algo así. Mi mamá fue siempre bastante despistada.
Y dale con eso. Así que no insistí más. Lo que pasa es que cuando el abuelo se ponía a contar sobre sus viajes o a explicar sus inventos y teorías, mi papá y mi mamá ponían los ojos en blanco y no escuchaban nada. Pero yo, sí. Y Lili, también. Creo. Por lo menos, me sentaba a upa y las dos le prestábamos atención. Lili, con una sonrisa. Y yo, con la boca abierta. Una vez papá me dijo:
—Clari, no creas todo lo que cuenta el abuelo. Siempre inventó cosas, y ahora que está viejo, peor.
Pero él, qué sabe. No escuchaba. Además, Lili me dijo que cuando sus hijos eran chicos, el papá, mi abuelo, estaba siempre ocupado. O no estaba. Porque como ya lo dije, mi abuelo era marino, ¡submarinista! y se iba de viaje por muchos meses. Por trabajo, claro.
Lili decía que lo extrañaba un montón. A mí me parece que se amaban en serio. Con amor, amor. A él, cuando la miraba, le cambiaba la cara de malo por una un poco boba. Aunque yo los escuché a papá y a mamá decir que Lili le seguía teniendo un rencor  —lo que significa que algo de rabia, tenía—. Y eso era porque después del accidente el abuelo no podía ver ni oler el mar ni de lejos. Y tampoco los ríos. Menos que menos, los del Tigre, donde hay tanta agua. Pero Lili, había vivido en el agua. Aparte de las clases, competía en natación y en remo, salía a correr por el Paseo Victorica, hacía Yoga y Tai Chi Chuan en la punta del muelle del Puerto de Frutos, meditaba en la placita frente al Museo Naval  —ahí fue donde se conocieron— . Él era re lindo, aunque el pelo aplastado y el bigotito de las fotos, se ven un poco raros. Y ella, preciosa. Cada vez que miro sus fotos me la imagino vestida de Cenicienta, con el traje de fiesta. La cara, igualita. Bueno, sigo. Cuando se casaron, compraron la casa de la calle Maple  —que quiere decir “Arce”, que es un árbol muy lindo que en otoño se pone rojo, rojo—. La calle era cortita, y cortada, y estaba en medio de lo que Lili llamaba “La Isla”, porque estaba rodeada por tres ríos, el Tigre, el Luján y el Reconquista. La casa estaba al fondo de la cortada. En el frente tenía un pico, como un triángulo, con la ventana del altillo arriba de todo, y que fue lo que hizo que algunos que no creían en los OVNIS pensaran que despegaba un cohete, el día que se fueron.
 Cuando el abuelo volvió de Mar del Plata, aquél día que terminó en el asado de Playa Grande, no quería ni entrar a la casa. Se ponía a temblar si pensaba que podía venir la Sudestada. Así que se quedó en un hotel en pleno Centro de Buenos Aires y le dijo a Lili que se tenían que mudar.  Sí, o sí. Lili, lloraba y lloraba. Finalmente, el abuelo la convenció prometiéndole que iba a comprar un terreno e iba a llevar la casa completa, parte por parte, pieza por pieza. Eso hizo, y se mudaron a Villa Ballester, donde había muchos alemanes, como ella. En realidad, Lili no se llamaba Lili, sino Elizabeth. Y no era alemana, sino rumana, pero como a mi bisabuela  —que vendría a ser la mamá de mi abuelo Máximo—  le costaba pronunciarlo, mi abuelo le cambió el nombre por Lili y así le quedó. Y como la mayoría de la gente no sabía qué era Rumania ni dónde quedaba, ella les dejó creer que era alemana. Y, chau. Villa Ballester tenía muchos jardines, y una linda plaza. Pero nada de agua. En realidad, agua sí. Había unas piletas de natación enormes, pero el abuelo no quería que se mostrara en malla ahí. Así que Lili se quedaba en la casa. Cuando murió el abuelo, ella quiso vender y volverse al río. Pero mi papá, mi mamá, los tíos y las tías, le dijeron que no le convenía, que iba a estar muy lejos de todos nosotros. Y entre ellos, les escuché decir que estaba chiflada. Así que se quedó. Y yo sé que se aburría muchísimo. Cocinaba. Fue a tomar un curso de Macramé, hizo Spinning, Zumba, Tango, Danza Española. Pero no había caso. Extrañaba.
Limpiaba sobre lo limpio. Barría la vereda, pasaba el trapo. Hasta que un día, empeñada en hacer brillar su casa, con el tacho de basura, la escoba, el escobillón, el cesto de la ropa, se puso a jugar. Sin querer, hizo no sé qué movimiento y le pareció que el sonido era divertido. Así que como estaba sola se puso a bailar y golpear con todas esas cosas y como le divirtió un montón, lo siguió haciendo todos los días. Cuando yo iba a bañarme, a cenar y a dormir a su casa, a la mañana siguiente las dos bailábamos por todos los cuartos haciendo sonar y repiquetear todo lo que encontrábamos. Lili, hasta se acordaba de lo que habíamos hecho el día anterior, así que inventó una manera de anotarlo, porque música, no sabía. Yo no les conté nada a mis papás, porque seguro que iban a pensar que estaba más loca, todavía, y capaz que no me iban a dejar ir más.
Un día, estábamos en ésa, bailando y haciendo sonar muebles, escobas y cubiertos, cuando sonó el timbre. Era un hombre vestido de rojo que preguntó quién estaba haciendo percusión.
—Nadie —dijo mi abuela con cara de nada.
Yo traté de imitársela, pero parece que no me salió porque el hombre me miró a mí y me dijo:
—Linda, ¿quién estaba haciendo percusión?
 Como el de rojo era muy lindo, y parecía muy simpático, le contesté la verdad:
—Nosotras.
Se nos quedó mirando con la boca abierta, hasta que se dio vuelta y gritó:
—Muchachos, ¡increíble! ¡Vengan a escuchar esto!
Y de un camión rojo que estaba estacionado enfrente de la casa y que tenía pintadas unas palabras en amarillo que decían “Rataplunes de Fuego”, empezaron a bajar otros vestidos también con esos enteritos rojos y se metieron en la casa.
Lili parecía preocupada. Y yo estaba muerta del susto. Nos pidieron que hiciéramos lo del baile y las escobas, pero nos daba vergüenza. Además, yo estaba segura de que nos iban a asaltar, aunque capucha, no tenían. Después Lili me confesó que en un momento sospechó que los había mandado alguna de sus nueras para tener pruebas de que había que meterla en un loquero. Pero no, eran músicos de verdad. Cuando al final la convencieron a Lili y les mostramos cómo jugábamos, los hombres ésos se quedaron anonadados  —que quiere decir agradablemente sorprendidos—. Le preguntaron cómo hacía para lograr esa energía y la abu les contó que antes de empezar a bailar y repiquetear, pensaba muy fuerte en un deseo, en algo que le gustara mucho. Y ya estaba. Le salía solo. —A mí ya me lo había enseñado y yo casi siempre elegía lo de desabochornar al abuelo —.
Cuando escuchó eso, el director  —que vendría a ser el jefe de la banda—  les dijo a los otros músicos:
—Muchachos, ¡ése es el secreto! ¡Tanto que lo buscamos!: Hay que tener una intención, ¡un fuerte deseo que cree energía!
Después, cuando vieron las anotaciones de Lili, le dijeron directamente que era una genia. Que entre eso, y el sistema de señas para dirigir la banda que habían inventado ellos, íbamos a tener tanto éxito que los sponsors se iban a pelear por tenernos. Le pidieron que se uniera a ellos. Y a mí, también, porque iba a ser su mascota  —y además, porque bailo y canto muy bien—. A Lili le parecía loquísimo, pero al final, la convencieron. ¡Y ahí empezó la etapa más divertida DE MI VIDA! Dos o tres veces por semana, yo me iba a bañar, a cenar y a dormir con Lili, pero en realidad, ensayábamos con la banda de percusionistas en el living enorme de la abuela.
En eso estábamos una noche cuando la casa empezó a moverse un poquito. Al principio, no me di cuenta de lo que era, pero cuando empezó a hacer demasiado calor, le dije a Lili:
—Abu, la calefacción.
—Qué, mi vida— me dijo mientras le daba al tacho de basura con todas sus ganas.
—Que la calefacción, parece que se encendió.
—Oh, no importa… después lo arreglamos.
Pero no nos dio el tiempo. El abuelo Máximo se habría sentido re orgulloso por su reactor. Respondió al calor humano maravillosamente. Pero se le fue un poco la mano. Así que no sé por qué, quizá por tanta transpiración, pero se encendió también la propulsión y ahí fue cuando la banda entera se escapó dejando en la casa todos los instrumentos. Como Lili seguía tan contenta y fue a asomarse a la ventana, yo primero me agarré fuerte de su mano y con la otra saludé también. Creía que ni por un invento de mi abuelo ni en la compañía de mi abuela, me podía pasar nada malo. Pero después pensé en mi papá y en mi mamá, y me puse a extrañarlos tan fuerte que la solté a Lili y salí corriendo.
Estuve pensando que quizá, cuando sea grande, voy a ser percusionista. O si no,  investigadora y científica. Investigadora, para encontrar a ese tonto del vigía y que confiese que la culpa del accidente la tuvo él. Y científica, para seguir con los inventos del abuelo porque estoy segura de que Lili está en alguna parte. El otro día, fue Nochebuena, y lo prometo  — porque no se debe jurar—  que las vi pasar.  Se lo dije a mi primo Juan Pedro y me contestó:
—Boluda, son globos de papel ¿no ves?
 Estúpido. ¡Qué me importa! Yo sé que si estudio mucho, la voy a encontrar..

martes, 14 de febrero de 2012

ÓSCAR Y ALFONSO

HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presenta
LOS MISTERIOS DEL SEÑOR BURDICK
De Chris Van Allsburg

OSCAR Y ALFONSO
 Sabía que era el momento de devolverlas
Las Orugas se deslizaron suavemente por sus manos al escribir “adiós”.
Escrito por Mauricio J. Howlin

-A ver, mostrame tus manos.
Carolina las extendió con temor. Alfonso las examinó superficialmente y con impensada velocidad las golpeó con su varilla a la altura de la tercera falange.
-Ahora vas a ir a lavártelas una vez más, pero en esta ocasión lo vas a hacer bien.
 Carolina marchó nuevamente al baño. Odiaba a Alfonso con toda su alma. Luego de permitir que el agua fría de la canilla alivie el dolor de sus dedos procedió a quitarse de bajo las uñas los últimos restos de tierra que habían quedado de su última excursión al jardín hacía algo menos de media hora. Entonces se dirigió hacia el comedor donde Alfonso la sometió a una nueva revista, la que en esta ocasión superó exitosamente. Óscar ya estaba en la mesa.
 Su padre había muerto dos meses antes de que ella naciera cumpliendo su servicio como fuerza de paz de la ONU en Eslavonia. Su madre pronto había vuelto a casarse, más interesada en mantener su imagen ante la sociedad que en el bienestar de su hija o sus propios sentimientos. Óscar era un inútil en todos los aspectos, pero aún así un muy buen partido. Heredero de una basta fortuna familiar, había vivido de renta durante toda su vida y jamás había necesitado hacer algo productivo como, por ejemplo, trabajar. Acostumbrado al lujo y la ostentación, al contraer nupcias con María de los Ángeles, Óscar había encontrado el complemento perfecto para su personalidad. La reciente viuda en primeras nupcias pronto había tomado contacto con él y antes de que pasara un año ya estaba planeando la boda. Ésta se llevó a cabo en octubre y luego ellos dos se dedicaron por completo a una luna de miel de doce meses viajando alrededor de Europa. Poco antes de emprender el regreso María de los Ángeles perdió la vida en un accidente ocurrido mientras intentaban escalar el Mont Blanc, obviamente sin éxito. Óscar quedó desolado. Una sombra de él volvió a su vida anterior. De María de los Ángeles sólo le quedaba un recuerdo.
Carolina.
Durante toda la luna de miel la niña había permanecido al cuidado del mayordomo y críado personal de Óscar. Alfonso tenía sesenta y ocho años de edad cuando le fue encomendada la criatura. Desde entonces se dedicó a su educación con mano dura y rigidez. Durante toda su vida Carolina se había visto reprimida en todo aquello que deseaba. Óscar, mientras tanto, se pasaba día y noche lamentándose por su desdicha. Cuando Carolina cumplió cinco años Alfonso la inició en la jardinería, con el objetivo de que ella se dedicara al cuidado del jardín más temprano que tarde. Carolina encontró en esta tarea la distracción que necesitaba. Se pasaba en el jardín largas horas por día, cuidando las plantas y aprendiendo no solo sobre ellas sino también sobre sus ocasionales visitantes del reino animal. Orugas y mariposas, abejas y caracoles, mantis y bichos bolita, todos caían bajo la examinadora mirada de Carolina. Al cumplir diez años, ya era toda una especialista en el tema.
-Carolina, temo que a partir de la semana que viene habremos de internarte en una escuela de pupilas. El señor Alfonso me ha sugerido tomar esa medida y yo la he considerado la más apropiada. Él ya ha cumplido los setenta y siete años y su salud no le permite seguir con la crianza de una niña pequeña. En cuanto a mí, bien sabemos que no puedo ocupar mi cabeza en nimiedades. Es necesario que prepares tres mudas de ropa para llevar. El lunes partirás.
Ya era sábado y Carolina quería disfrutar una de sus últimas veces en el jardín, con todas sus plantas y sus insectos. Un colibrí libaba en el interior de una orquídea, mientras una mariquita volaba hasta su mano. Carolina la miró con interés y luego de un momento la sopló.
Al volver a la casa Carolina se lavó con cuidado las manos para evitar otro golpe de la varilla de Alfonso. Como cada tarde los dos hombres tomaban el té de las cinco mientras ella se contentaba con un horrible tazón de leche con cascarilla de cacao.
-Señor, ya he ultimado los detalles -dijo Alfonso-. Mañana vendrán del colegio para recoger a la señorita Carolina. He hablado con la madre superiora para asegurarme de que sean lo suficientemente estrictos con ella como para asegurarnos de que no pierda el rumbo.
- Excelente, Alfonso -dijo Óscar-. Finalmente nuestra niña se convertirá en mujer. Debes asegurarte especialmente de que...
Óscar no pudo terminar la frase. Súbitamente comenzó a tener convulsiones y cayó pesadamente al suelo de la sala. Alfonso se arrodilló a su lado para examinarlo, pero pronto comenzó él también a tenerlas. Prontó estaban los dos sacudiéndose en el suelo, revolcados en un charco común compuesto de una mezcla de sus respectivos vómitos.
Carolina los miró hasta que dejaron de moverse.
Luego de eso se acercó a la tetera y le quitó la tapa. Metió la mano y con su pequeña mano retiró de su interior dos orugas venenosas. Ella sonrió. El calor del agua no las había matado, pero sí había sido suficiente para que ellas liberen su toxina. Agradecida, la niña las llevó hasta el jardín. No hubiese querido desprenderse de ellas, pero bien sabía que era el momento de devolverlas. Se arrodilló en el jardín y con la mano izquierda removió un poco de tierra. Era suficiente. Las orugas se deslizaron suavemente por su mano al escribir “adiós”.

martes, 31 de enero de 2012

SOLO POSTRE

HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presenta
LOS MISTERIOS DEL SEÑOR BURDICK
De Chris Van Allsburg

SOLO POSTRE
Acercó el cuchillo y se iluminó aun más
Escrito por Mauro Vargas
Ellen se preguntó cuándo acabaría el martirio en el que se había convertido su matrimonio y, como una respuesta inmediata, la calabaza se encendió.
Su corazón dio un vuelco y se quedó mirando el suave resplandor. Aunque no terminaba de comprender, su mente se encargó de recordarle algo más aterrador, algo que, a pesar de vivir todos los días, seguía provocándole pánico: su marido.
Harry había dicho en la mañana que cuando llegara del trabajo, comería la tarta de calabaza que ella debía prepararle, pero, aunque era viernes y sabía que vendría borracho, Ellen se retrasó peligrosamente en la preparación de la tarta para después de la cena. Ahora apenas tenía el tiempo suficiente y debía prepararla como fuera, porque Harry borracho sólo tenía cabeza para dos cosas: comer o agarrarla a golpes.
Así que no podía perder tiempo. A pesar de que estaba embelesada con la luz oscilante de la calabaza, debía olvidarla e ir en busca de otra hasta la tienda de Beth Duncan.
No hay tiempo.
No, no lo había. Se demoraría mucho en ir y volver.
Quiso rebanarla y seguir como si nada pero… parecía tan viva.
Sólo córtala y sigue cocinando. Complácelo y se irá a dormir tranquilo. No seas tan tonta.
Entonces el resplandor se apoderó de sus preocupaciones. Una atracción la obligó a tocarla y sintió el cosquilleo en su brazo. Luego, aquella cosa leyó sus pensamientos y los proyectó en una secuencia vívida.

Harry llegaba a casa y se sentaba a la mesa.
—¿Hiciste la tarta? —preguntaba apartando los platos vacíos.
Su respuesta era «no» y él no aceptaba ninguna excusa. No había campo para eso.
Harry golpeaba la mesa y los cubiertos saltaban por los aires,  gritaba con su voz pastosa y le recordaba cuál era su lugar en el mundo. Luego vinieron los golpes.
Los tres meses sin maltratos terminaban en ese momento.

lunes, 30 de enero de 2012

CAPITÁN TORY


HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presentan

LOS MISTERIOS DEL SEÑOR BURDICK
De Chris Van Allsburg

CAPITÁN TORY

Meció su farol tres veces y lentamente apareció la goleta.


Escrito por Ricardo
         
          

             Movió su farol tres veces y lentamente apareció la goleta. Ambos se miraron con el alivio en el gesto y en el rostro.
Cuando se acercó el bote, el capitán Tory subió primero como correspondía,  y solo después de reconocer al marinero que remaba, le hizo señal,  para  que  también embarcase, diciendo:
“Puede venir, Señor Benoit, está todo controlado. Este hombre es de mi confianza."
El oficial había organizado el viaje, y la vieja goleta, La Chiffonne, había sido la elegida para no despertar sospechas, ya que no era lujosa ni nueva, mas muy marinera y por esto segura.
Su vida no había sido fácil y aun soplaban tiempos de odio y muerte. Había nacido signado para el comando y la sentencia, con poderes de vida y muerte, de soberanía, de guerra. Y era, él propio, un escondido, amenazado y fugitivo.
Cuando fuera raptado y trasladado, envuelto en capa hasta Calais, su cuidado y guarda fuera otorgado al matrimonio Benoit bajo juramento de mantener secreto. El propio Napoleón los amenazó con perder la lengua si dejaban saber a quienquiera que fuese, quién era en realidad Pierre Benoit.
El capitán Tory llegó un día después, y ya no se  despegó del niño, haciendo de guardián y compañero de sus horas. Pierre no iba a la escuela mas recibía profesores en casa.
            El capitán Tory, como se lo conocía en Calais, (Toribio Foucauld era su nombre) hijo de una asturiana y un oficial de Gasconia, era recto en disciplina y lleno de energía y carácter, aunque la risa franca y la fina ironía asomasen a su rostro en forma de explosión alegre o sarcástica sonrisa, con bastante frecuencia. Era también reservado y misterioso, sobretodo cuando hacía rápidas salidas para contactos con otros agentes de la Masonería, de los cuales solía volver algo chispeado y a veces con olor a perfumes de mujer.
El día anterior le había ordenado a Pierre preparar sus equipajes para un largo viaje marino. Solo ahora, poco antes de embarcar le había revelado el destino.
"Buenos Aires, América del Sur", dijo lacónicamente. “En esa nueva  república del Plata, compuesta de diversas Provincias."
Toribio le entregó los documentos que mantenían su nombre Pierre Benoit, junto  con los avales de Pasaportes y su pasaje, así como una carta de presentación a Simón Bolívar, firmada con un enigmático triángulo y un compás. Toribio saludó militarmente y dio media vuelta para ir a embarcarse en el bote, sin dejar trasparecer la emoción que lo embargaba.
Quien  fuera Delfín de Francia y parecía  destinado a ser Luis XVII antes de la Revolución Francesa, iniciaba su discreto destino de militar y posteriormente pintor, en cuyos cuadros imprimiría las letras LCRF-PB  - que podrían significar:  LUIS CARLOS REY DE FRANCIA - PIERRE BENOIT.

                                                                  

Observación: la figura del capitán es ficticia. Sobre el personaje principal y su identidad, me remito al Libro "La Historia argentina que muchos argentinos no conocen",  del autor Alonso Piñeiro,  específicamente a su capítulo  34, titulado: "¿Luis XVII  vivió en Buenos Aires?”.

martes, 24 de enero de 2012

LA ALCOBA DEL TERCER PISO

HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presenta
LOS MISTERIOS DEL SEÑOR BURDICK
LA ALCOBA DEL TERCER PISO

  Escrito por
Liliana Norma Cavallo Segal

I
Carina salió del consultorio convencida de que su problema iba a poder solucionarse pronto. Su alegría inmediata la hizo doblar sorpresivamente por Juncal y se ayudó las ganas de comer un bocadillo que había comprado una hora antes y lo llevaba guardado en el bolso. Estaba rico, peceto, lechuga y tomate con pan blanco. Terminaba de saborear el último bocado y comenzó a llover. Dobló por Salguero y Beruti, vio una pizzería italiana pero no quiso refugiarse allí, prefirió seguir caminando. La lluvia intermitente la obligó a correr y saltar por las veredas evitando los charcos. Vió una rotisería y entró. Pidió un bollo de acelga, “Seis pesos, ¿lo caliento?” “Sí” La empleada puso el bollo en el microondas y ella solicitó un imán publicitario del local, como si viviera por la zona. La lluvia comenzó a ser muy potente. Carina siguió caminando rápido, sin rumbo fijo, subiendo por Salguero, cruzando Avda. Santa Fe. El agua tibia de octubre limpiaba sus dudas. Sonreía casi feliz, tomaba del envoltorio grasiento pequeños trozos del bollo de acelga gigante, quemándose los dedos.”Uf! ¡cómo calienta ese microondas!”.  Llegó a la Plaza de Mansilla, frente a la Iglesia de Guadalupe, cuando el olor del papel y sus manos le sabían a pescado y aceite rancio. “¡Qué! ¿Habrían freído ese bollo dentro del mismo aceite que los filet de merluza?” Con un gesto de asco tiró el envoltorio y limpió sus manos con alcohol en gel.
La Plaza estaba desierta, ese vacío de niños y de perros jugando, sumado a su propio cansancio por haber caminado tanto y el desagrado de haber comido cualquier cosa por la calle, le hizo recordar la tristeza básica de su pobre vida solitaria, en esa ciudad sin luz, donde nadie la estaba esperando. Miró a su derecha, la Iglesia estaba cerrada. Cruzó y se decidió por la lujosa confitería de la esquina de Salguero y Mansilla.
 Entró como turista, jugando a que todavía vivía en París.  Se sentó en una mesa donde podía ver a todos los demás y pidió un cortado largo con leche, lo más parecido al caffe au latte.  La pareja sentada a su lado tenía cara de velorio, hacían muchos llamados cada uno por su móvil, y en una de esas conversaciones que ella escuchaba sin querer debido a ese típico estertor con que hablan los argentinos, se enteró que viajarían a España. “mmm Madrid en octubre…” recordó.  Sacudió la cabeza borrando viejas tristezas y decepciones.  Cuando la pareja se levantó para retirarse notó que habían dejado las masitas de cortesía en la mesa, estiró disimuladamente el brazo y con la adrenalina de un ladrón de bancos sacó una masita del plato y se la llevó entera a su boca, le sabió mal, mientras se atragantaba pensando que todos la habían notado.  Llegó enseguida la moza portando su cortadito, que bebió de a pequeños sorbos para estirar el tiempo hasta que dejara de llover.
Se entretuvo mirando a la gente del lugar. Fantaseando con la soledad ajena para olvidarse de su propia soledad. Le llamó la atención un hombre que cenaba solo sentado contra el escaparate de la esquina. Fue ahí que miró por primera vez la ventana del edificio antiguo frente a la plaza.  Tenía un cartel que decía “Alquilo habitación temporal”.  Terminó su café, hizo un gesto con su brazo derecho, llamando a la moza, esperó ansiosa hasta que llegó su cuenta, pagó rápido y sin dejar propina cruzó la calle.
 Al momento de pararse frente al portón de la ochava un frío le corrió por el estómago. ¿Era ese el lugar que quería para pasar una temporada en Buenos Aires? Por su cabeza aparecieron como un slide las esquinas del Barrio Latino de París y las del Gótico de Barcelona, así como el Portón del Pasaje de la Piedad de Congreso.  Una sensación de pertenencia a su “mundo rata de ciudad” le dio la certeza suficiente para tocar el timbre y esperar. Otra vez había encontrado una lúgrube esquina donde empalagarse de melancolía. Nadie la recibió. Era tarde. Casi las once de la noche. Escribió una pequeña nota con sus referencias y puso dentro unos cuantos billetes para señar la habitación.  Caminó otra vez feliz hasta la parada del colectivo que la llevaría a Floresta.

martes, 17 de enero de 2012

LAS SIETE SILLAS

HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presenta
LOS MISTERIOS
DEL SEÑOR
BURDICK
De Chris Van Allsburg
LAS SIETE SILLAS

La quinta silla apareció en Francia
Escrito por Bibiana Pacilio


El Viaje
No se por qué habíamos decidido ir a la Bretaña francesa. La excusa  de recorrer en moto el país, me llevaba irremediablemente a un solo lugar, a ese sueño que durante tanto tiempo había acariciado: Una noche en París. Pero Román con la guía del  Lonely Planet “Bretaña-Normandía” ya en sus manos, intentó como siempre torcer mi vocación de cinéfila empedernida y a cambió de su compañía, de cielos estrellados, transpiradas aventuras y la promesa de dejar para un final feliz  la ciudad del amor, me convenció.
A cielo abierto iniciamos el viaje por la ruta de los castillos. Dejamos al viento, a la lluvia, al sol, ser parte de cada gesto, de cada asombro y sin detenernos me detengo, mientras la marea hace lo suyo y yo interrumpo este diario de viaje para cumplir mi sueño: el que nunca había soñado.
¿Cómo pude perder de vista a Román? No lo se. Tampoco cuando le solté la mano entre la muchedumbre de turistas y peregrinos, después de saborear aquel helado de caramelo y mantequilla salada que nunca voy a olvidar. La ciudadela entonces se convirtió en un laberinto y por un  momento imaginé que un caballero ataviado con armadura, a lomo de caballo, aparecía detrás de  una esquina para salvarme del vértigo que me producían aquellas calles del Monte Saint Michel.
La memoria  nunca fue mi mejor virtud,  sin embargo, mientras me adueñaba de cada parte de ese inusual paisaje, lo reconocía como si siempre hubiera estado allí, como si una fuerza extraña se hiciera cargo de cada uno de mis movimientos y me condujera  hasta ese hombre que aparecido de la nada, me sujetó por la cintura y medio volando,  medio a la rastra, me transportó por  las escaleras que conducían a la Abadía.
— ¿Dónde estabas Adonia? ¡Cuántas veces te pedí que no te alejes! ¿Acaso no puedes comprender que debemos estar cerca? —me dijo.
No tuve fuerzas para preguntarle por qué me llamaba Adonia. Seguramente me confundía con otra, pero el brillo de sus ojos azules era tan intenso que cuando liberó su cabeza de esa extraña capucha que la cubría, tampoco pude negarme a guardar en los míos, el rostro más hermoso que jamás haya visto. Me dejé conducir. Pero esta vez sin pensar en Román ni en mi nombre de pila.
Entramos en una nave románica, simple, austera. Los muros de piedra, entre el cielo y la tierra, respiraban  góticas plegarias, tan húmedas como nuestros cuerpos, tan silenciosas como el incesante jadeo que insinuante, asomaba su  desvelo sobre el granito rojo de las columnas en fila.
André, así se llamaba él, encontró nuestro claustro secreto en un rincón solitario,  sobre el piso frío que  se acomodaba  a las formas de  nuestros cuerpos desnudos. Creo que allí, entre su lengua sedienta y la prepotencia de sus caricias,  me entregué obediente a mi nueva vida de religiosa. El hechizo del tiempo  hizo el resto.

martes, 10 de enero de 2012

LA BIBLIOTECA DEL SEÑOR LINDEN

HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presenta
LOS MISTERIOS
DEL SEÑOR BURDICK
De Chris Van Allsburg
LA BIBLIOTECA DEL SR. LINDEN
El la había prevenido sobre el libro.
Ahora era demasiado tarde
Escrito por
José Luis Bethancourt

 
1
Apenas medio millar de personas daban vida al tranquilo pueblo de Linden, llamado así en honor a sus fundadores, ubicado al sur de Wisconsin. Los largos inviernos marcaron el carácter particularmente sedentario, orientado a actividades alejadas del aire libre, a no ser por los típicos cazadores de ciervos o pescadores de truchas que recorrían cada temporada las pocas tiendas del centro para aprovisionarse.Muy lejos de ese pasajero bullicio de temporada, en el extremo de la calle principal que daba al norte, se alzaba una gran mansión de estilo victoriano donde vivió casi completamente recluido el matrimonio.
Las ancianas que se reunían algunas tardes en el Salón de Té de Rosemary siempre recordaban las épocas felices en que asistían a las fiestas de sábado en la mansión Linden. No hubo un solo fin de semana sin baile, comida y bebida en el amplio salón adornado con tapices e iluminado con una majestuosa araña de cristal.
Pero esas fiestas terminaron abruptamente cuando el joven Stephan Linden, último descendiente de la familia, decidió alistarse en el ejército a la edad de 19 años. Luego de su partida el gran salón fue remodelado para convertirse en Biblioteca.. Los tapices se reemplazaron por decenas de estantes de caoba y la hermosa araña central por grandes lámparas de pie que difuminaban la luz.
El apenado matrimonio cerró más de la mitad de las habitaciones confiando el cuidado de la mansión a la fiel ama de llaves Emma y dos mucamas que se alternaban la responsabilidad de atender la cocina además de la limpieza diaria de los ambientes en uso.
Libros de todo tamaño y origen pronto fueron llenando las estanterías sin orden o clasificación aparente. La excepción a este caos era la sección de pared que iba desde el gran ventanal al hogar de piedra. Allí los espacios estaban bien delimitados por el tamaño de los volúmenes, el color de la tapa y el material de la encuadernación.
Cada semana un mensajero diferente traía una caja conteniendo libros y una nota del joven soldado que siempre contenía el mismo texto. “Estos ejemplares son extraordinarios y les encomiendo la guarda hasta mi regreso. Solo cuando esto ocurra podrán ser leídos sin peligro, ya que tengo en mi poder el secreto de su magia”.
Con el correr del tiempo la colección se fue acrecentando, ocupando otra pared de la Biblioteca, siempre custodiada fielmente por el Sr. y la Sra. Linden hasta el día que la muerte los llevó tomados de la mano en medio de la mayor tormenta de nieve del siglo en aquel Condado. En aquel tiempo la fiel Emma se constituyó en guardiana de la casa, sus recuerdos y los libros que habían llegando semana a semana.
El día del funeral todo el pueblo estuvo presente. A pesar de ser los vecinos más alejados sus constantes obras de bien los mantuvo cerca de todos. Solo faltaba en ese doloroso momento el hijo que había partido al extranjero quince años atrás sin que las muchas diligencias lograran dar con su paradero. Se comentaba por lo bajo la ingratitud de aquel joven cuya ausencia había instalado la nostalgia en el rostro de sus ancianos padres.
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