martes, 29 de noviembre de 2011

UN EXTRAÑO DÍA EN JULIO

HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presenta
LOS MISTERIOS DEL SEÑOR BURDICK
De Chris Van Allsburg

UN EXTRAÑO DÍA EN JULIO
Lanzó con todas sus fuerzas, pero la tercera piedra rebotó de regreso.


Escrito por Tulio Fernández

Han pasado más de ochenta años y recuerdo  esa mañana de julio como si hubiera ocurrido  ayer. Cierro los ojos y siento el sol cayendo sobre mis párpados, el olor del prado fresco y   húmedo en mis pulmones y el sonido del rio chocando contra las piedras.
En esa época no era la Condesa de Les Fleurs, ni la dueña y señora del Château des roses sino simplemente madeimoselle Antoinette, o "la pequeña dama", como me decía Patrick. Es precisamente de él de quien quisiera hablar, de él y de esa época en que lo conocí.
Trato y no recuerdo exactamente cuándo llegó al castillo. Sé que era hijo de la cocinera, de la obesa y gigantesca Frannie, pero a día de hoy ignoro si nació en Francia o si ellos llegaron  al país a los pocos meses de haber nacido Pat.
Tanto ella como Mark, su esposo, venían de Norteamérica. Cómo nos reíamos de su acento. Dominaban el francés, sin duda, pero siempre con ese dejo gracioso de ese inglés desenfadado y malhablado que hablan en esa tierra de vaqueros.
Fueron muchos los rumores que suscitó la llegada de la familia Smith. Algunos decían que el padre había matado a un indio, otros que era un famoso asaltante de bancos. Todos los cuchicheos, hasta los más alocados, tenían sólo un punto de convergencia: Ellos habían huido de su tierra porque habían cometido un crimen terrible e innombrable.
La mayoría de las habladurías eran invenciones del mayordomo Luís y su hijo, el antipático Napoleón, pues nunca soportaron la llegada de los norteamericanos a quienes veían como una amenaza al poder que ejercían sobre el lugar. Temor completamente falso, porque los Smith nunca tuvieron la intención de quitarle el trabajo a ese par de bellacos que nunca hacían nada útil aparte de beberse las reservas de vino y molestar a las doncellas de la mansión.
Lo que he podido conocer través de los años es que un día la familia se apareció en el Chateau. Mark Smith pidió hablar con mi padre, se encerraron en su viejo despacho y hablaron por varios minutos, luego de lo cual su familia entró a formar parte de la servidumbre. Nunca podré saber de qué hablaron pues todas aquellas personas que podrían decírmelo están muertas o ya se han ido de mi lado.
Rápidamente y sin ningún contratiempo se integraron en las labores diarias de la mansión. No soy poco modesta al decir que a pesar de nuestro linaje y nobleza éramos queridos por los sirvientes, quienes nos apreciaban realmente y no nos temían u odiaban en secreto como tantas veces vi en otras familias.
Durante mucho tiempo no supe nada de los norteamericanos. Es cierto que sabía de su existencia y una que otra vez hablaba con Fran, quien me hacía deliciosos platillos; pero aparte de burlarme de su gracioso acento me mantenía completamente alejado de ellos.  No se podría decir que la culpa fuera falta de interés o antipatía de mi parte, pero en ese tiempo los primeros síntomas de mi enfermedad empezaron a manifestarse y prácticamente el mundo perdió todos los colores para mí.
 
La enfermedad no apareció de un día para otro como en un cuento de hadas en el que bastaría el beso de un príncipe azul para sanarla. Fue un proceso largo, de muchos años en el que el mal fue ganándome la batalla; los médicos me revisaron una y otra vez y nunca pudieron descifrar exactamente cuál era la raíz de mi enfermedad o por lo menos decir qué me pasaba. El único consejo que atinaron darle a mis padres era que debían recluirme en el Castillo porque mi estado era tan delicado que incluso una simple brisa podría precipitarme a una muerte segura.
Fue de esta manera como la llama de mi vida se fue apagando. Me convertí en una niña retraída, huraña, que contemplaba la vida a través de una gran ventana. Ese era mi gran placer: A través de ella observaba el paso del tiempo por medio de las estaciones. Veía los árboles nacer en primavera, embellecerse durante el verano y después llegar el otoño con sus colores magníficos: rojo y naranja por el cielo, por los suelos, en forma de hojas que se extendían como si fueran miles de monedas que nadie podía abarcar. Finalmente, estaba el invierno que me ponía triste. No podía soportar esa capa blanca que devoraba todo el paisaje, me recordaba la enfermedad que parecía apoderarse de mí. Durante esos meses me refugiaba en mis lecturas -era, desde esa época, una gran lectora-, y en ver el fuego de la chimenea durante horas.
         Mi contacto con la gente se vio mermado. Con las únicas personas con las que me relacionaba era con mis padres que, a pesar de amarme con toda su alma, se mostraban fríos en el trato, supongo que no se querían encariñar demasiado conmigo en caso de que muriera. Otras personas que venían a visitarme eran los profesores –a pesar que durante mi infancia lo normal  era que una mujer no recibiera educación, mis padres no quisieron eso para mí- a los que yo me limitaba a escuchar sus largos parloteos mientras miraba por la ventana. Huelga decir que la única clase que en verdad disfrutaba era la de música: A pesar de no tocar el piano, desde mi cama escuchaba con verdadero deleite a Monsieur Flaubert tocar ese instrumento.
Con los criados el trato era diferente. Mucho más distante. A duras penas se acercaban aquellos que por una u otra razón debían ingresar en mi habitación: Adrianne, que me bañaba y se ocupaba de vestirme; Gabrielle que arreglaba mi cuarto cambiando los edredones y sacando el polvo normal del día a día; Frannie Smith quien no solamente se encargaba de prepararme la  comida sino que ella misma la llevaba hasta mi cuarto y se quedaba en un rincón esperando a que acabara el plato, a lo que siempre me decía “Enfermo que come no se muere”. Mucho tiempo después, me enteré que había sido la misma cocinera quien había solicitado llevarme la comida personalmente pues quería ver que la “pequeña dama” no dejara ni una migaja del alimento; también estaba Nathalie que me atendía por las tardes, y Napoleón quien se encargaba de velar por mí en las noches.
Todo eso habría de cambiar una mañana de marzo.  Estaba yo durmiendo plácidamente en mi cama cuando sentí que alguien corría las cortinas. El rayo de luz golpeó mi rostro amodorrado.
—¿Quién eres? ¿Qué haces en mi cuarto? —pregunté enojada.
—Es hora de levantarse, pequeña dama —me respondió una voz jovial
—Yo te conozco —dije feliz de haberlo ubicado entre los rostros conocidos—. ¡Eres el hijo de la cocinera! ¡Patrick Smith!
—¿Patrick? —el niño hizo la mímica de ofenderse—. Nadie a excepción de mi mamá me llama así y eso sólo si está enojada. Mis amigos me llaman Pat….
—Patrick….
—¡Pat!
—Bueno, Pat… ¿Qué se supone qué estás haciendo acá?
—Ah, eso, pequeña dama…
—¡No me llames así! —exclamé indignada.
—Pues detenme…
—No puedo, estoy enferma y no puedo levantarme de la cama
—Entonces te aguantas, pequeña dama. —Después de una pausa donde parecía disfrutar de mi furia prosiguió—: Mi mamá no pudo venir a traerte el desayuno así que me encargaron esa tarea. Mira, acá está tu plato.
Me acercó la bandeja de plata pero yo me crucé de brazos.
—¡No voy a comer!
—Pues no me pienso mover hasta que termines la comida. —Y diciendo esto, tomó una manzana de la bandeja.
—¡Devuélvemelo! ¡Eso es mío! —grité.
—Detenme… —contestó mientras le daba un mordisco a la fruta.
—Si tengo que comer para que te vayas, lo haré —dije mientras me atragantaba con la comida.
—Así está mejor, pequeña dama —contestó el impertinente mientras terminaba de devorar la manzana.
Una vez hube acabado me quedé esperando a que el intruso se fuera pero seguía quieto, contemplándome como quien ve un bicho raro. De repente, cambió el punto de atención.
—Oye… ¿y este piano si es de verdad? Alguna vez mis papás me llevaron a un concierto, el tipo era buenísimo parecía que tuviera diez dedos por mano. Tocaba más o menos así…
—¡NO TE ACERQUES AL PIANO!
—Detenme… —Y empezó a tocar, causando un ruido molesto y perturbador que se detuvo cuando mi mano se posó sobre la suya y le dije “basta”.
—Muy bien, pequeña dama; pero está dañado, ¿verdad? No suena bien.
—Eres un idiota. No sabes usarlo.
—¿Y tú sí?
—Eh… yo he visto como lo hace el profesor —le dije nerviosa mientras corría a Patrick del asiento y ponía mis manos sobre las teclas del instrumento.
A veces la racionalidad no puede explicar muchas cosas. Los animales nacen sabiendo muchas de ellas, algunos vuelan por los aires y otros hacen del océano su firmamento infinito; algunas personas tienen la facilidad para escribir y crear miles de mundos que no existen; otros son capaces de ver que lo esencial es invisible para los ojos. Tan pronto mis manos se posaron por primera vez sobre las teclas del piano y los dedos sintieron el frio roce, algo despertó en mí: Un reconocimiento, una segunda vida sin tener que morir la primera, un paraíso que me recibía con los brazos abiertos.
Mis manos empezaron a moverse en desorden, pero por alguna extraña razón parecían saber a dónde dirigirse ¿cómo no hacerlo? el piano era una extensión de mi cuerpo. Un sonido maravilloso inundó primero mi corazón y luego el cuarto, salió por las rendijas de la puerta y se deslizó por las escalinatas del gran corredor, por la cocina, por el patio de juegos para estallar en miles de partículas armoniosas por todo el castillo.
Cuando mi mamá abrió la puerta dispuesta a encontrarse con el intruso que tocaba el piano familiar y me vio por primera vez, en muchos años, riendo no pudo reprimir el llanto.
Patrick y yo nos hicimos inseparables. A partir de ese día era él quien se encargaba de traerme la comida a la cama, pero no sólo eso. Nos quedábamos hablando por horas. En ocasiones el traía unos lápices y empezaba a dibujar. Yo le pedía que me mostrara el mundo exterior, él me complacía pintando lagos, montañas, bosques y animales de todos los tipos y colores; en otras ocasiones era él quien me pedía que tocara el piano. Yo me sentaba y empezaba a mover los dedos como si estuviera poseída, eran ellos quienes encontraban la melodía y siempre las tonadas eran diferentes. Pat se reía y decía que conmigo nunca podría aburrirse porque siempre la música iba a ser diferente.
A mis padres no les molestaba esa amistad; por el contrario, responsabilizaban a Pat de mi mejoría y alentaban sus visitas. Esto aumentó el odio de los Dupont, Luís y Napoleón, quienes se referían despectivamente a los Smith como los ‘vaqueros’ y les hacían la vida imposible cada vez que podían.
Una mañana de julio hablamos del mundo exterior. Yo le comentaba que a veces me sentía como un pajarillo en una jaula de oro, que me gustaría dejarlo todo tirado y experimentar el mundo por mi misma y no simplemente contemplarlo a través de un vidrio.
Patrick dejó de jugar con una pequeña pelota y me miró con seriedad.
—¿Y por qué no lo hacemos pequeña dama?
—¿Hacer qué?
—Escaparnos, conocer el mundo real.
—¿Que qué?
—Eso… fuguémonos —y en sus ojos estaba presente el brillo de quien está a punto de romper las normas.
—Estás loco, Pat —repliqué asustada—. ¿No sabes que si salgo puedo morir?
—Pamplinas —dijo mientras se encogía de hombros—. ¿No son esos los matasanos que decían que debías quedarte en cama todo el tiempo?
—Sí, pero….
—Pero nada. Si te vas a morir, la muerte te puede encontrar más fácil acá; además en esta época el paisaje está precioso, los árboles guardan mil secretos y el aire te puede elevar hasta el País del Nunca Jamás ¿No vale la pena morir por ver algo así?
—No sé, me da miedo —exclamé titubeante
—Vas conmigo, soy un “vaquero” y no dejaré que nada malo le pasé a mi pequeña dama –me sonrió.
El plan era sencillo: Acomodábamos los almohadones en la cama de tal manera que pareciera mi cuerpo y los tapábamos con las cobijas; mientras tanto Pat iba a la cocina y le decía a su mamá y al resto de las empleadas que yo había amanecido de mal genio y que por ese motivo no quería que nadie me molestara. Ese día no tenía clases por lo que no nos veríamos interrumpidos por ningún profesor.
Patrick cumplió su labor y le pidió permiso a su madre para ir  al pueblo. Obviamente esa era su coartada para poder pasar el resto del día conmigo. Después de retirarse de la presencia de su progenitora, el pilluelo no se dirigió a donde le había dicho sino que se devolvió hasta mi cuarto y con una enorme sonrisa me dijo: “Listo el pavo”.
Salimos en el menor silencio, andando en puntas de pies, yo con la cara cubierta por un velo y un enorme sombrero para que nadie me reconociera en caso de ser descubiertos. La modalidad de escape era muy ingenua: Mi amigo corría hasta una esquina vigilando que no hubiera ningún criado o vigilante al acecho y luego me silbaba para que yo hiciera lo mismo. Esta es la hora en que aún me pregunto cómo es que nadie nos vio ni esa ni el resto de las veces que nos escapamos de casa, estoy casi segura que los extraños dones de Patrick obraron en ese pequeño milagro.
Finalmente nos encontrábamos fuera del Château des roses. ¡Lo habíamos conseguido! No recordaba cuándo había sido la última vez que había salido de mi prisión de oro. Sentir el viento puro estrellarse contra mi rostro hicieron que las lágrimas silenciosas y aprisionadas empezaran a derramarse como el agua de una fuente. Pat no dijo nada, se acercó, y con delicadeza secó mis lágrimas, luego de lo cual gritó: “Una carrera hasta el rio, el último es una gallina mojada”.
No pensé que debido a mi inactividad permanente podría caerme y romperme una pierna, o que la agitación podría precipitarme a la muerte prevista por los médicos. En ese momento solamente veía que ese pequeño yanqui me estaba ganando la carrera y que si no me movía rápido iba a quedar consagrada como, y qué horror para alguien de mi categoría, una ‘gallina mojada’.
Llegamos al rio. Estábamos exhaustos. Mis piernas no daban más de sí. Respiraba como nunca lo había hecho en mi vida, mi pecho resonaba como un fuelle. Sentí que si esa noche moría a causa de la enfermedad no importaba, había valido la pena conocer esa pradera, esa agua cristalina y brillante que parecía un espejo, el viento que se movía de manera juguetona. ¿Qué era la vida sino esto?
—¿Quieres ver algo especial? –me interrumpió Patrick.
No le respondí pero asentí con la cabeza. Agarró una pequeña piedra del suelo, jugueteó con ella y luego me miró. Nuestros ojos se encontraron un par de segundos, por primera vez sentí miedo en él, el temor de quien sabe algo y no se atreve a revelarlo. Lo miré con toda la dulzura que pude y vi que como por arte de magia, recuperaba el brillo de sus ojos.
—Voy a hacer que este guijarro golpeé tres piedras luego de lo cual regresará a mi mano.
—Eso es imposible —exclamé sin darle mucha importancia.
—No hay nada imposible en el mundo de los hombres —me respondió.
Lanzó con todas sus fuerzas pero la tercera piedra rebotó de regreso. Quiero decir que la pequeña roca golpeó primero una piedra, luego la segunda y al golpear la tercera no siguió su trayectoria, no hizo un pequeño ¡plaf! al chocarse contra el agua y no se sumergió en el rio, sino que después de impactar con el tercer objeto, la pequeña roca se detuvo ingrávida en el aire como si estuviera sostenida por un hilo invisible. La piedra flotaba y empezó a danzar en diferentes direcciones hasta que volvió a las manos de quien la había lanzado.
—Eres la primera persona a quien le muestro esto —repuso muy serio Patrick— quiero que tengas esta piedra como testigo de nuestra amistad, quiero que la guardes y cada vez que la veas pienses en mí.
Mientras escribo estas letras observo la pequeña piedra. Está frente a mí, en mi estudio, como el más preciado de los tesoros. Le he cumplido la promesa a mi amigo: La piedra ha permanecido siempre conmigo y al igual que yo, contempló dos guerras mundiales, la muerte y los ríos de sangre que corrieron en Europa cuando la locura pareció apoderarse del mundo, ha estado en los momentos de hambre, de pesadumbre, de dolor, de lágrimas y enfermedad.
Pero también ha estado en los momentos más felices de mi vida. Lo hizo cuando me casé, al momento de nacer mis hermosas hijas y cuando los hijos de ellas nacieron; incluso ha permitido que sea testigo del nacimiento de mi hermoso bisnieto, Jean Baptiste, y contemplar el futuro a través de sus hermosos ojillos negros. La piedra que Patrick Smith lanzó esa extraña y maravillosa mañana de julio, que rebotó y regresó a sus manos ha estado a mi lado siempre y cada vez que la miro puedo observar el hermoso rostro de mi amigo que me da fuerzas en los momentos más oscuros de mi vida y que me recuerda que cosas como la amistad y el amor perduran más allá de cosas tan fatuas como la muerte.
Miro el pedrusco y me transporto de manera mágica a esa calurosa mañana en que escapé de casa.
—¿Cómo lo hiciste Patrick? —le pregunté mientras lo miraba anonada.
—No lo sé, pequeña dama. Desde que recuerdo he hecho cosas parecidas sino más extrañas.
—¿Cómo qué? —pregunté admirada.
—Como esto —dijo. Y a un movimiento de sus manos, las hojas caídas se levantaron del suelo y empezaron a flotar a su alrededor, mientras que él mismo se elevaba unos cuantos centímetros del suelo.
—Wow—atiné a decir—. ¿Tus padres lo saben?
—No… tú eres la única que lo sabe.
—¿Por qué yo?
Enrojeció y no me sostuvo la mirada. Se sentó y contempló el agua en silencio por varios minutos.
—¿Sabes que Napoleón me contó un día que un muchacho de su pueblo movía las cosas sin tocarlas y la gente lo mató por qué creían que estaba poseído por el diablo? El mismo Napoleón me contó que si él pudiera hacer lo mismo, se dedicaría a robarle a la gente ya que nadie lo descubriría.
Yo lo miraba atónita.
—No quiero que me maten o tener que robar, tampoco quiero ser herramienta de nadie. Sólo quiero ser feliz, conocer el mundo, viajar, vivir. Si nadie se entera de lo que soy, será mucho mejor para todos. ¿No crees?
—A mi no me importa lo que puedas o no hacer, eres mi amigo y eso es lo que verdaderamente vale —exclamé, y él sonrió.
El resto del día nos la pasamos explorando el rio y el bosque, buscando ranas de colores, acostados en el prado viendo las nubes y observando cambiar los colores del cielo. Volvimos por la tarde al comienzo del crepúsculo y tuvimos suerte, nadie nos vio.
Por cuatro meses nos escapamos de manera esporádica, aunque cada vez lo hacíamos con mayor frecuencia, tomando mayores riesgos. Nuestros paseos ahora eran prácticamente el día entero, y sospecho, aunque nunca lo podré saber, que contaban con la complicidad de quienes servían en el castillo.
El poder de Patrick parecía aumentar con el tiempo. En nuestras últimas salidas movía cada vez más objetos llegando incluso a manipular pequeños animales; en ocasiones movía el prado a su alrededor haciendo que las pequeñas flores se inclinaran mientras yo pasaba, él decía en medio de risas que hasta las rosas admiraban mi belleza.
Una tarde de noviembre nos dirigíamos a casa después de un día agotador cuando observamos un movimiento brusco en un arbusto cercano, al acercarnos, una silueta salió bruscamente de su escondite y no era otro que Napoleón quien nos había descubierto.
—¡De esta no te escapas, maldito fenómeno! —gritó mientras empezaba a huir.
Patrick me miraba muy serio mientras yo empezaba a llorar pensando en qué íbamos a hacer.
—¿Confías en mí? —preguntó mi amigo.
—Siempre —le respondí.
—Vamos a hacer lo siguiente: Quiero que corras lo más rápido que puedas y sin que nadie te vea entres a tu cuarto, así si Napoleón sigue con la idea de delatarnos tú podrás desmentirlo; mientras tanto voy a alcanzarlo y razonar con él, no creo que sea tan cabeza dura.
—Pero…
—Nada de “peros” ¡Corre, pequeña dama!
Corrí como nunca antes lo había hecho en mi vida. Tan rápido como el viento, tan veloz como una gacela. Al llegar a mi cuarto estaba agotada, débil, nunca en mi vida había estado tan cansada como en ese momento. Tan pronto me recosté en la cama, una extraña oscuridad se apoderó de mí y caí en un sueño profundo.
No supe en qué momento me desperté, pero al abrir los ojos vi que Patrick me contemplaba atentamente; había algo en él que me asustaba, la sombra de una enorme tristeza y melancolía.
—¡Pat! ¿Estás bien?  ¿Qué pasó con Napoleón? ¿Pudiste convencerlo de que no hablara?
—Nada de eso importa ahora Antoniette, mi hermosa dama —y después de una pausa añadió—. ¿Has visto alguna vez lo preciosa que es  la noche con la luna y sus estrellas?
—Sabes muy bien que nunca hemos podido salir de noche. Es muy arriesgado.
—Es cierto, pero creo que esta es nuestra oportunidad… Quiero que veas el cielo estrellado y la luna de mi mano.
Antes de que pudiera interrumpirlo, mi amigo se elevó del suelo y empezó a volar hacia mí.
—¿Quién eres? ¿Peter Pan? —exclamé asombrada a la vez que maravillada.
—No he perdido mi sombra, pequeña Wendy, pero he venido por ti ¿Aún confías en mí? –preguntó a la vez que alargaba su mano hacía mí.
—Siempre —le contesté  a la vez que cogía su pequeña mano.
Salimos volando por la gran ventana que se abrió de par en par para nosotros. Nos elevamos por encima del castillo, del bosque y del rio. Subíamos y subíamos por el cielo despejado contemplando una luna gigantesca y las estrellas que asemejaban a cientos de luciérnagas.
—¡Es hermoso! —exclamé.
—Esta luna habrá de ocultarse y mañana saldrá de nuevo pero no será la misma; esta luna que contemplas hoy es única y es mi regalo para ti… En cuanto a las estrellas son como el eco de tus melodías dispersas por todo el universo.
No sé cuánto tiempo estuvimos flotando por el firmamento pero siempre llega la hora de regresar y volvimos lentamente hasta mi habitación. Mi amigo me acomodó en mi cama y antes de irse me dijo:
—Recuérdame siempre —y acto seguido acercó sus labios a los míos y me dio mi primer beso de amor, tras lo cual se fue difuminando hasta que desapareció.
Se oyeron gritos y una gran agitación por toda la mansión, inquieta me levanté y salí de mi alcoba.
—Madeimoselle —exclamó León, uno de los sirvientes—, no debería salir de su habitación, lo que ha pasado ha sido horrible… —dijo mientras su voz temblaba e intentaba que yo volviera a mi cuarto.
Asustada por sus palabras corrí más rápido siguiendo el rastro de las lágrimas y los gritos de dolor. Salí de la casa principal y crucé los jardines hasta llegar a una pequeña casa que servía de despensa para los víveres. En ella me encontré con los trabajadores que lloraban apenados, algunos de ellos me vieron pero no hicieron nada para impedirme el paso, quizá  pensaron que era injusto negarme a las realidades de la vida.
Ingresé y vi a Mark y Fran Smith llorar desconsolados mientras mis padres miraban apenados la situación. Al fondo del lugar, se encontraba el cuerpo sin vida de mi amigo Patrick. Estaba  atado a una viga y había sido brutalmente golpeado hasta morir, pese a ello su rostro lucía sereno, con una expresión de paz interior suprema.
A su lado, en el suelo, había dos cuerpos, también difuntos, pero a diferencia de mi amigo sus rostros no tenían ninguna expresión pues no tenían cabezas. No habían sido degollados o cortadas de sus cuellos, simplemente habían explotado y dejado lugar a una sangre que manaba sin detenerse. Los cuerpos de estas personas pertenecían a padre e hijo, a Luis y Napoleón Dupont quienes no fueron llorados por nadie como le corresponde a villanos de su calaña.
En este punto sólo puedo hacer hipótesis de lo que ocurrió: Patrick alcanzó a Napoleón y lo convenció para que no me delatara, el canalla lo engañó y le pidió que lo acompañara adonde su padre y entre ambos lo habrán capturado y llevado hasta la despensa. Imagino que querían  obligarlo a usar su don para robar en beneficio de ellos a cambio de su silencio; conociendo a Pat estoy seguro que se negaría rotundamente lo que habrá enfurecido a los Dupont al extremo de golpear al pobre niño hasta la muerte. También creo que en un último intento desesperado por hacer que ellos se detuvieran, Patrick uso su poder dando como resultado la muerte de los malvados. No creí en ese momento ni lo hago ahora que mi amigo hubiera querido asesinarlos, estoy seguro que fue un accidente de sus poderes fuera de control.
A pesar de los ruegos de mis padres, la familia Smith no quiso que se abriera ninguna investigación pues eso no “iba a devolverles a su hijo”, tampoco quisieron seguir trabajando para nosotros pues la casa estaba llena del recuerdo de su muchacho. Antes de irse, madame Fran se dirigió hacia mí y me dio un fuerte abrazo y beso y me dijo que recordara a su hijo con una sonrisa que él siempre iba a estar cuidando de mí donde quiera que estuviera y que ella me bendecía por haberlo hecho tan feliz en su corta vida. Luego de eso, salió de mi vida para no volver jamás.
Si esto fuera un cuento de hadas diría que la última visita que hizo Patrick a mi habitación me curó de mi enfermedad. No fue así y padecí de ella muchos años más hasta que aprendí a controlarla y vivir con ella. En ocasiones no sé si esa visita fue real o un sueño: La parte racional que nunca descansa me dice que no es posible que haya salido por la ventana y observado el cielo en su máximo esplendor; pero hay algo especial, maravilloso, que me ocurre cuando miro la luna y las estrellas, cuando toco el piano o miro la piedrecilla y empiezo a sonreír y a darme cuenta que a pesar de todo la vida es tan hermosa, tan maravillosa, y comprendo que la magia es real y es tangible en cada uno de los pequeños milagros que ocurren en nuestra vida cotidiana y que se hacen presentes a través de un beso, una amistad y un extraño día de julio. 














Título, ilustración y epígrafe pertenecen al libro "Los misterios del señor Burdick", de Chris Van Allsburg.

Este blog no cobra dinero ni lucra con los textos aquí publicados.

5 comentarios:

  1. Una de las mas hermosa historias de amor y amistad que he leído. Gracias por compartirla

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  2. Limpio mis lagrimas para decirte que me encantó este cuento. Felicitaciones!

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  3. Tulio, muy, muy buena historia... Triste, melancólica... la redacción que empleás logra que nos metamos de lleno en el relato, que podamos vivir los sentimientos de la protagonista como si fueran propios, y que los poderes del pequeño Pat parezcan la cosa más normal del mundo... ¡¡ Felicitaciones !!... y gracias por tus letras...

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  4. Muchas gracias por los comentarios...el cuento estaría incompleto si no llegara hasta el alma de quien lee y por lo que percibo este no es el caso. Soy feliz de compartir mis letras con ustedes.

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  5. Un placer haber leído este relato y compartir esta serie de escritos con usted Don Tulio. ¡Abrazo!

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