martes, 17 de enero de 2012

LAS SIETE SILLAS

HISTORIAS EN EL PISO TRECE
Presenta
LOS MISTERIOS
DEL SEÑOR
BURDICK
De Chris Van Allsburg
LAS SIETE SILLAS

La quinta silla apareció en Francia
Escrito por Bibiana Pacilio


El Viaje
No se por qué habíamos decidido ir a la Bretaña francesa. La excusa  de recorrer en moto el país, me llevaba irremediablemente a un solo lugar, a ese sueño que durante tanto tiempo había acariciado: Una noche en París. Pero Román con la guía del  Lonely Planet “Bretaña-Normandía” ya en sus manos, intentó como siempre torcer mi vocación de cinéfila empedernida y a cambió de su compañía, de cielos estrellados, transpiradas aventuras y la promesa de dejar para un final feliz  la ciudad del amor, me convenció.
A cielo abierto iniciamos el viaje por la ruta de los castillos. Dejamos al viento, a la lluvia, al sol, ser parte de cada gesto, de cada asombro y sin detenernos me detengo, mientras la marea hace lo suyo y yo interrumpo este diario de viaje para cumplir mi sueño: el que nunca había soñado.
¿Cómo pude perder de vista a Román? No lo se. Tampoco cuando le solté la mano entre la muchedumbre de turistas y peregrinos, después de saborear aquel helado de caramelo y mantequilla salada que nunca voy a olvidar. La ciudadela entonces se convirtió en un laberinto y por un  momento imaginé que un caballero ataviado con armadura, a lomo de caballo, aparecía detrás de  una esquina para salvarme del vértigo que me producían aquellas calles del Monte Saint Michel.
La memoria  nunca fue mi mejor virtud,  sin embargo, mientras me adueñaba de cada parte de ese inusual paisaje, lo reconocía como si siempre hubiera estado allí, como si una fuerza extraña se hiciera cargo de cada uno de mis movimientos y me condujera  hasta ese hombre que aparecido de la nada, me sujetó por la cintura y medio volando,  medio a la rastra, me transportó por  las escaleras que conducían a la Abadía.
— ¿Dónde estabas Adonia? ¡Cuántas veces te pedí que no te alejes! ¿Acaso no puedes comprender que debemos estar cerca? —me dijo.
No tuve fuerzas para preguntarle por qué me llamaba Adonia. Seguramente me confundía con otra, pero el brillo de sus ojos azules era tan intenso que cuando liberó su cabeza de esa extraña capucha que la cubría, tampoco pude negarme a guardar en los míos, el rostro más hermoso que jamás haya visto. Me dejé conducir. Pero esta vez sin pensar en Román ni en mi nombre de pila.
Entramos en una nave románica, simple, austera. Los muros de piedra, entre el cielo y la tierra, respiraban  góticas plegarias, tan húmedas como nuestros cuerpos, tan silenciosas como el incesante jadeo que insinuante, asomaba su  desvelo sobre el granito rojo de las columnas en fila.
André, así se llamaba él, encontró nuestro claustro secreto en un rincón solitario,  sobre el piso frío que  se acomodaba  a las formas de  nuestros cuerpos desnudos. Creo que allí, entre su lengua sedienta y la prepotencia de sus caricias,  me entregué obediente a mi nueva vida de religiosa. El hechizo del tiempo  hizo el resto.

El Claustro
Durante un tiempo mi vida se convirtió en un péndulo que se movía sin cesar entre los encuentros clandestinos con André y las obligaciones religiosas, que poco a poco, me hicieron olvidar mi falta de fe y  encontrar en las oraciones, un refugio peregrino a las contradicciones de mi nueva vida. Cada puerta, cada rincón de aquel mágico lugar se convertían en un hechizo para mis pasos, que se adelantaban al sol para ganarle a los días el trofeo del asombro. Las noches, en cambio, eran propiedad de mi hacedor, capaz de controlar las mareas de mi cuerpo atrayendo no solo tempestades, también la avenencia de saciar la lujuria contenida en la playa somnolienta de su cuerpo. Llegué a pensar en medio de nuestros apasionados encuentros que el mismo Arcángel San Miguel  había bajado a la tierra para apagar el fuego con sus labios, coronando aquellos instantes de gloria infinita y temí, después de cada entrega, que Adonia regresara para exiliar mis gemidos.
La cocina donde pasaba la mayor parte del tiempo cuando no estaba con André, era uno de los lugares más alegres de la Abadía, la ventanas abiertas al tornadizo paisaje del afuera, adobaban los olores del pan recién horneado con un enjambre de perfumes invisibles y la música… Allí, hasta el silencio se deslizaba por nuestras gargantas como si un coro de ángeles delineara en cada nota la misión de nuestros labios. Será por eso que los monjes elevaban sus ojos al cielo al saborear el primer bocado del día. Mi especialidad eran los pastelillos de queso de cabra que se “multiplicaban” sin que yo me diera cuenta,  llenando las bocas de esos sabios hombres de disímiles tormentos, como si las formas femeninas se hubieran adueñado de la masa para inflar y desinflar sus instintos antes de ser tragados para siempre. Me acostumbré a reservar algunos, esconderlos bajo mi hábito hasta que la noche y el vino dulce los disolvieran en la boca de mi amante.

Las otras
Éramos siete. Consagradas a Dios y a los hombres. Atentas a la mirada esquiva  de los Clérigos, entregadas a una voluntad divina que no necesitaba preguntas ni respuestas. Siete mujeres que en lo alto de una torre, tan cerca del cielo y en silencio, clamaban por ser reconocidas en un mundo de abigarrados muros.
Amanda organizaba la cocina, sus años y la grasa adherida a su cuerpo como un trofeo, la habían convertido en toda una leyenda. Dicen que cuando su madre  embarazada se dirigía al Monte agobiada por los dolores de parto, la dieron por muerta al crecer la marea y cubrir el camino de arena pero cuando las aguas volvieron a bajar, la misma mujer apareció con su hija en brazos y en agradecimiento a los ángeles que la habían salvado, la ofrendó al santo. Ella solo sonreía al escuchar su historia de los labios de las otras monjas. Sonreía  y saboreaba con compulsivo  placer cada alimento que llegaba hasta sus manos. “Alimento de Dios” decía cuando alguna mirada inquisidora se posaba sobre su abultado abdomen.
Tarde algún tiempo en conocer a Anne, la más pequeña de todas. “¿Dónde está Anne?” “¿Dónde se metió esta vez?” se escuchaba en la cocina hasta que una sombra aparecía desde cualquier rincón con los ojos pegados y el respirar fatigoso. Sus siestas eran interminables. Aprendí a tocarle la mejilla suavemente para no sobresaltarla en tiempos de oraciones. A cubrirla con  alguna manta cuando elegía dormir debajo de las largas mesadas y me pregunté muchas veces cuáles serían sus sueños para buscarlos incesantemente con los ojos cerrados.
Ágata era la encargada de proveer los alimentos que nosotras cocinábamos y los monjes codiciaban. Ninguna de nosotras hubiera podido ocupar su lugar. Ella sabía dónde y cómo conseguir los mejores cultivos, la mejor leche pero también y esta era su mejor “virtud” cómo almacenarlos por largo tiempo. Pedirle diez kilos de harina significaba obtener cinco. Nunca supimos que hacía con el sobrante pero nunca nadie la vio hacer alguna obra de caridad en el pueblo y en varias ocasiones un olor nauseabundo emanaba desde los respiraderos del almacén.
A Ornela la vi pocas veces y de no ser por mis súplicas, André jamás me hubiera permitido conocer ese recinto privado: La biblioteca era un lugar prohibido por las ordenanzas del Abad, únicamente tenían  acceso a ella el bibliotecario, que ejercía la función de censor y los monjes especialistas en griego, árabe, retórica, copistas, iluministas etc. Guardaba  un tesoro extraordinariamente rico de libros inaccesibles de todo tipo, origen e ideología y es por eso que en medio de esa lucha sorda por el poder del conocimiento, la presencia de “una monja” entre ellos era considerado como el maleficio de una bruja, contra el que tenían que luchar día a día. Sin embargo, Ornela  ocupaba su lugar de ayudante del bibliotecario,  lugar que se había ganado gracias a su  memoria prodigiosa, su poder de observación y sus artes entre las sábanas del abad.
No puedo precisar si mi antipatía por ella nació antes o después de  las miradas de desprecio de los otros, pero en ese estado ambiguo en el que me encontraba, los silencios cobraban en mí una fuerza animal que me permitían distinguir a mi enemigo a  miles de kilómetros de distancia.
Los ojos de Clarise parecían bengalas que se dirigían de abajo hacia arriba con una rapidez imposible de reproducir. Buscaba el cabello que se escapaba sigiloso, la sonrisa dibujada entre los dientes, el claro-oscuro de los contornos. Buscaba en cada gesto, en cada sonido en cada piel, aquel anhelo de ser el otro. Y fue la única que al verme enredada entre los brazos de André, emitiendo un suspiro de color verde, codició mil lugar de pecadora de la carne.
Con Greta, y la dejo para el final por una razón especial, nunca tuve encanto ni aversión, a pesar de las advertencias recibidas sobre su ira encarnizada, su mal genio había pasado sin sobresaltos por mi vida en el monasterio hasta que ocurrió lo que voy a relatarles.
Nunca supe que me seguía, tampoco intuí que sus inocentes caricias fueran algo más que una muestra del afecto que todas nos prodigábamos. Greta cortaba mis flores preferidas del jardín y llenaba la cocina con ellas, halagaba como nadie mis pasteles, y hasta se ofrecía para lavar mis pies con agua de azahar cuando las ampollas brotaban como lágrimas de mis ojos. Alguna vez hasta me dormí en su regazo y soñé con Adela, esa hermana que en otro tiempo se había convertido en la madre que habíamos perdido desde niñas. La quise desde el primer momento cuando aún mi mirada se perdía entre las puertas entreabiertas de la Abadía.
 Aquel día no me gustó demasiado que André tuviera que cumplir un encargo importante para el Abad. No podía concebir ni una noche sin sentir sus manos ardientes en mi cuerpo pero la tristeza de sus ojos al tener que separarnos durante esas pocas horas, me hizo prometerle que aquella noche seguiría amándolo aún en la distancia.
Nunca había participado de esa especie de ceremonia nocturna entre las monjas, donde después de las oraciones, cambiábamos nuestras ropas por unas túnicas blancas que dejaban al descubierto nuestra desnudez y en fila, como un ejército de ángeles, nos dirigíamos cada una hacia nuestros claustros.
Pensé que era el viento el que sigiloso se coló por la puerta y destapó mis sábanas. Sin abrir los ojos imaginé que las manos de André se habían escapado de su cuerpo para no dejarme sola. Con el corazón latiendo en la oscuridad dispuesta a la entrega, rocé sus labios con mis dedos y fue en ese instante cuando el cuerpo de Greta se abalanzó contra el mío en una salvaje y prepotente batalla,  que entre gritos ahogados y esfuerzos por escapar de sus garras, me dejaron las marcas que solo una mujer es capaz de tatuar con su ira en el cuerpo de otra.

La traición
Cuando el temor se hace más grande que la necesidad,  las batallas que nos acechan dejan de lado la razón para encerrarse entre sus muros, esos, que los hombres habían construido en el principio de todos los tiempos.
Llegamos a pensar que las alas del arcángel nos habían traicionado, cuando aquella mañana, sin testigos,  nos llevaron a todas por un camino subterráneo hacia una celda de castigo. Ninguna de nosotras emitía más palabras que el asombro y ninguno de nuestros guardias dejaban al descubierto algún gesto que diera luz a tal proceder.
Las palabras de André se repetían en mi mente como un presagio “Se vienen tiempos difíciles”,  “Debemos ser fuertes”. ¿Acaso no lo éramos?
Durante tres días y tres noches las oraciones desfilaron por nuestro cautiverio en medio de silencios y miradas clandestinas, hasta que el encierro comenzó a carcomer la pureza de nuestras vestiduras, dejando al descubierto la naturaleza de nuestras propias  miserias.
Extrañamente a lo que todas reflejaban en sus rostros, yo no sentía miedo aunque necesitaba la cercanía de André, aquellas horas de incertidumbre continuaban, como en  las cuentas de un rosario, mi camino de ascensión hacia algún lugar. Supe entonces que Adonia estaba ahí, para convertirse en las otras y contar la historia.
Mientras Anne dormía ausente en mi regazo, Amanda masticaba  el moho de las paredes con deleite. Sabía que Ágata llevaba bajo su pollera los trozos de pan que durante los primeros días algunas nos habíamos negado a comer, pero hubiera sido en vano exigirle la generosidad de la entrega. Los había guardado solo para ella.
Esta vez las lágrimas verdes de Clarise fueron suyas, a pesar de la sonrisa socarrona de Ornela  que intentaba reflejar sin éxito en su cara. Ya no necesitaba ser como ninguna de nosotras. Los pájaros eran su desvelo. Si hubiera podido tener alas… Si hubiera podido ser ellos…
Aunque había evitado acercarme a Greta desde aquel suceso, intenté detener los golpes y los gritos con los que creía defendernos a todas, sin conseguir calmar el odio que el encierro le provocaba.  Fue entonces cuando las rejas se abrieron de nuevo y fuimos conducidas por ellos hacia un recinto donde cada una ocupó una silla. Íbamos a ser juzgadas.

La quinta silla
Los ojos del Abad se posaron en cada una las sillas, que dispuestas en fila se elevaban del piso para que los monjes allí reunidos pudieran vernos. Los míos,  lo buscaban a él. Pero André, sus ojos infinitamente azules, sus labios de miel, su cuerpo vigoroso… No estaba ahí
Nos ataron las piernas y después de explicarnos que cualquier palabra que saliera de nuestras bocas en ese momento nos conduciría directamente a la tortura, uno de los monjes que constituía el tribunal inició de manera intermitente y contradictoria la lectura de nuestras conductas pecaminosas. Una a una, acusadas de herejes íbamos siendo recorridas, como si algún intruso hubiera anidado en nuestros cuerpos para por fin aniquilarnos. Lo imaginé traicionando nuestro amor, quemándose en la hoguera pero cuando la voz de Ornela se alzó colmada de furia, supe que había sido ella. ¿Quién más idónea y honesta? ¿Quién usaría las almohadas del Abad, cegada en su soberbia, para jurar en contra de estas humildes siervas? Fue sin embargo la primera silla que desapareció rumbo a la hoguera y por esta única vez sentí lástima por ella.
Anne envuelta en sus sueños no se dio cuenta que la muerte era por fin su refugio. Oré por su alma, mientras varios hombres, se encargaban de llevar el pesado cuerpo de Amanda a la rastra, y las manos de Greta, la próxima, me acariciaron al pasar por última vez. Entonces  lo vi,  detrás de una columna, escondido como una rata a punto de escapar del peor de los naufragios, con el rostro cubierto por el miedo, los labios arenosos y el barro de su cobardía cubriéndole la piel. No tuve tiempo,  pero aunque ninguna palabra hubiera transformado mi dolor, mis labios ya resecos le dijeron adiós.
Las campanas del Monte sonaron, los hombres se acercaron, sostuvieron la silla, se doblaron, apretaron con fuerza, maniataron y cuando estuvieron seguros de ejercer su poderío elevaron a un centímetro del piso mis temblores, como si en ese acto de potestad absoluta lavaran sus propias culpas. Pero no tuvieron tiempo, porque en el mismo instante que intentaban trasladarme la madera adquirió un tono rojizo y sus manos se abrieron sin poder soportar el ardor que de ella emanaba. Sin embargo no caí, porque ante los ojos pasmados de todos, las ventanas se abrieron de par en par y mi silla alzo vuelo, al principio rasante para perderse luego rumbo al mar.

Despertares
Abrí los ojos y  el blanco de las paredes me obligó a cerrarlos otra vez, mis piernas seguían atadas pero alguien humedecía mis labios resecos y un extraño sonido metálico se había adueñado de mi silencio.
—André ¿Dónde estás amor?  André…André…
La voz de mi hermana despegó las últimas lágrimas de sal que invadían mi congoja, sentí la piel otra vez en sus caricias y desperté por fin...
Cuando pude incorporarme me trasladaron a una habitación que daba al jardín de esa Clínica privada de París, donde me encontraba desde hacia largo tiempo. Al principio Adela evitaba mis preguntas pero una mañana se sentó al borde de mi cama y me habló del accidente, la moto volando por el aire antes de llegar a Saint Michel, la búsqueda, las aguas, las arenas movedizas y la muerte de Román
Me había salvado milagrosamente, en pocos días abandonaría Paris, el destino final de mi viaje y a pesar de la tristeza que me embargaba, sentía algo dentro de mí que me impedía alejarme de Francia.
Fue esa última noche, cuando le pedí a mi hermana que cenara fuera, ya que no se había movido de mi lado desde el accidente. En realidad necesitaba estar sola, pensar en Román y desterrar de mi mente esos agujeros oscuros que se abrían y cerraban. Necesitaba volver a encontrar la paz cuando la puerta se abrió y mi primer impulso fue pedir no ser molestada pero el hombre de traje verde encendió la luz y se acercó sin embargo hasta mi cama.
Vengo a despedirme — dijo mientras sus ojos azules traían el mar hasta los míos— Soy el  Dr. André Foumier, el  residente que te recibió en la  Clínica y me alegra que todo haya salido bien.
— André…Volviste. — Le tomé la mano con todas mis fuerzas.
—  Desde que llegaste repetiste mi nombre y me pregunté quién sería ese otro André que tus labios no dejaban de llamar pero no quiero que pienses en nada ahora, solo vine a traerte esto — me dijo dulcemente mientras ponía en mis manos una pedazo de papel.
Cuando se alejó, la estampa con la figura del Arcángel San Miguel quemaba en mis manos mientras a lo lejos entre voces celestiales se escuchaba:
“Peregrino, siembra tu sueño
a mis pies, en mi orilla
allí donde el mar se hace dueño
aquí donde mi luna brilla…”

FIN

13 comentarios:

  1. Espero que les guste !!! Debo aclarar que mi apellido es Pacilio, pero acá lo más importante es que disfruten de este relato que me hizo volar desde esta silla frente a la Pc hacia Francia

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  2. excelente bibi, saludos desde peru, un abrazo.

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  3. muy bueno bibi, deberias ser la siguiente jk rowling, pronto veremos tus historias por la pantalla grande.

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  4. Bueno Mike creí haberte respondido pero vuelvo a agradecerte no solo la lectura sino la comparación jajaja, de verdad me gustaría ser JK y aunque no creo llegar a la pantalla, aunque nunca se sabe :) Este cuento me parece que no se queda acá y sigue viajando ... Creo que la historia merece ser ampliada no? Al menos me dieron ganitas!!!
    besosss y mil gracias!!!

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  5. Qué pedazo de historia, el despliegue, hasta la producción, impresionante.

    Me encantó.

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  6. Gracias poeta!!! El piso 13 tiene magia y te invita a volar...
    Tendremos que hacer una peli nomas con todas estas historias jajajaj. Leete las otras que acá hay escritores buensísimos!!

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  7. Sin precedentes en mi mente...Creo que lo que acabo de leer trasciende más allá de la excelencia. Me gustó la letra, la configuración de la misma, la forma de ser narrada, tan explicita y esa historia de amor más allá del entendimiento. Besos y felicitaciones.

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  8. Muy, muy bueno, Bibi...
    Muy amplio el vocabulario empleado; has descripto las emociones de la protagnosita principal y las secundarias con muy buen tino, de manera tal que podemos imaginárnosla fácilmente a cada una en su estereotipo y accionar...
    ¡¡ Y qué final !! ... Me encantó...
    Felicitaciones...

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  9. ¡Excelente historia! Me encantó el modo ligero pero apremiante en el que está narrada. Cada personaje lleva claramente su estampa y como se entrelaza la historia resulta genial.
    ¡Saludos!

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  10. Maxymo ¡Bienvenido a Piso 13!.Gracias por tus palabras y tu compromiso de siempre con las letras. Me alegra mucho que te haya gustado y voto por tu entusiasmo jajaj
    besos amigo!!!! Te debo un cuento de terror !!!

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  11. Juanito que decirles... Compartir con tan buenos escritores este espacio es un orgullo para mí y que te haya gustado y te halla trasmitido lo que quise contarles más aun !!
    Muchas gracias !!! Y vamos por más!!!

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  12. Sebastián Gracias a vos también por tus palabras !!! Es maravilloso que a mis compañeros les haya gustado !!!
    Saludos !!!

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  13. hola bibi

    fui leyendo la historia en partes por una cuestion de tiempo
    y realmente debo felicitarte no tiene desperdicio.

    te admiro por tu capacidad y talento

    te mando un beso enorme

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